EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

La soledad

Silvestre Pacheco León

Noviembre 02, 2020

(Segunda y última parte)

Cada día resulta más evidente la ventaja de la persuasión frente a las medidas coercitivas contra la pandemia, porque con el empleo de la fuerza lleva a pensar que se actúa contra el origen del mal afectando a quienes también la padecen como si fueran culpables. El uso de la fuerza empodera a quien la emplea y provoca la reacción rencorosa de quien es agredido.
Por eso la persuasión ha permitido que la inmensa mayoría participe y coopere quedándose en casa, permitiendo a quienes no tienen otra opción que salir que lo hagan sin tanto riesgo por la movilidad, generando solidaridad y empatía entre la población para sobrellevar el impacto negativo de ese mal que no tiene culpables.
Las últimas noticias sobre la pandemia tienen mucho que ver con la idea de acostumbrarnos a vivir con ella, de ahí la disminución que se registra en el número de fallecimientos mientras la economía en general tiende a reactivarse.
En Guerrero la situación tiene sus particularidades porque el turismo como la principal actividad económica es el sector más afectado y aún no se encuentra la fórmula para su reactivación porque su incremento en paseantes aumenta infectados.
En este panorama en el que abundan las historias de enfermos y remedios, los aprovechados de siempre encuentran sus incautos mientras el grueso de la población resiste al contagio con las medidas básicas de la higiene, el confinamiento y la sana distancia siguiendo con atención los anuncios oficiales sobre el adelanto que observa en el trabajo de los laboratorios que preparan la vacuna que se espera como panacea.
Los problemas que afectan la vida de las personas siempre han existido en el mundo, por eso para conservar la salud resulta clave tener cierta dosis de optimismo, tal y como lo definió el paciente Maximiliano Navarrete el 28 de octubre en estas páginas, entrevistado por Aurora Harrison.
“Lo difícil de aquí es la mente que nos hace pensar lo peor de esta enfermedad” dijo cuando explicó su experiencia, resaltando el trato que recibió de los médicos del sector naval donde fue atendido.
Es precisamente nuestra mente la que puede hacer la diferencia. “aquí uno solo se puede alivianar o irse para abajo”, relata emocionado el sobreviviente quien quiso sortear la infección en su casa atenido al oxígeno de su tanque por el miedo de llegar al hospital, hasta que cayó en la cuenta que sin la atención médica cada día su salud se deterioraba.
Por eso conviene a cada quien tomar ejemplo de su propia experiencia enfrentados a situaciones de riesgo y angustia.
En la novela Demían del alemán Hermann Hesse que me gusta releer, Emile Sinclaire, cuenta la angustiante experiencia de su vida a manos del perverso Franz Kromer quien se aprovecha de sus debilidades y lo hace sufrir en soledad mientras no aparece en su vida quien le da fortaleza.
La novela fue un éxito porque aborda situaciones angustiantes de nuestra vulnerabilidad, algo parecido con lo que sufrimos en los tiempos del coronavirus, cuando la soledad nos obliga a echar mano de esa fuerza vital que nos proyecte al futuro.
Por eso mi intención de compartir con ustedes parte de lo que evoco confinado.
Durante mi niñez sufría mucho pensando en perderme por la angustia ante lo desconocido. El primer caso de esta experiencia lo viví muy de niño cuando por primera vez me mandaron al campo a llevar el almuerzo. Iba yo de guía con mi primo que desconocía completamente el camino, pero me equivoqué al confundir el árbol de higuera blanca que recordaba como señas donde debíamos bajar y cruzar el río.
Me di cuenta de la equivocación cuando miré que no era mi padre el hombre que trabajaba con la yunta. Con el llanto como recurso del niño que anda perdido llamamos la atención del campesino quien nos ayudó al encuentro con nuestros padres que ya desesperaban por el almuerzo.
Esa ansiedad me siguió a la ciudad de México donde su aterradora inmensidad era una invitación a perderse. Recuerdo la expresión de mi madre cuando miró tanto carro, ¡Parece la punta! Nos dijo asustada recordándonos que en mi pueblo cada crecida del río lleva en la punta una cubierta de palizada.
Salía yo de la casa siempre con el temor de subirme al camión equivocado. Vencí la angustia cuando me convencí razonando que por mala que sea la noche donde uno la pasa siempre vendrá un nuevo día.
En mi larga militancia partidista siempre estaba consciente de los riesgos que implicaba estar en la oposición, pero me convencía que, en todo caso, los riesgos de la política podían vivirse en camaradería y con eso la militancia era menos angustiante, aunque repitiéramos la torpeza de la que tanto se reía el ingeniero Heberto Castillo quien criticaba la actitud estudiantil de que cuando la policía arremetía contra nosotros en una manifestación, en vez de correr lejos de los macanazos, la consigna ingenua era, “júntense” “júntense” y así recibíamos los golpes pero en camaradería.
Otro momento angustiante lo viví con un amigo en un paseo que hicimos para conocer una hermosa cascada de unos quince metros de altura. Me dispuse a escalar la pared de roca para llegar a la cima y admirarla desde las alturas. iba aprovechándome de los pequeños resquicios y salientes de la roca hasta que casi llegué a la cima, pero me faltaba un pequeño tramo que creí alcanzar en un impulso.
Logré asirme de la pequeña saliente con una de mis manos en el momento en que la punta de mis botas empezaban a resbalar y dejaban todo el peso de mi cuerpo en los dedos de mi mano que poco a poco se fueron soltando.
Me sentí perdido pensando que la caída era inminente, entonces le grité a mi amigo que me observaba desde abajo que estaba yo en aprietos y necesitaba su ayuda, nada más que debía dar un gran rodeo para llegar a la cima, y para colmo me convencí que tampoco podría ayudarme por lo distante que quedaba cualquier punto de apoyo desde donde me pudiera alcanzar.
Veía desesperado cómo mis dedos sucumbían al peso pese a mi voluntad, mientras las botas seguían resbalando hasta que no pude más y caí al vacío desde una altura mortal.
Pero caí parado exactamente en la pequeña saliente de roca donde una mata de zacatón me detuvo. Eso me salvó de una muerte segura.
Parado desde ese lugar reponiéndome del susto miré que los dos sobrinos de mi amigo que nos acompañaban se entretenían pescando en el lecho del arroyo sin haberse dado cuenta de lo que acababa de ocurrir.
Para superar el susto volvía a escalar la cascada pero ahora por el camino seguro. La vista desde arriba era espectacular porque de ahí se dominaba todo el paisaje de las plantaciones de cocoteros hasta el mar.
Después del accidente concluí que no es cierto que la vida pase frente a nuestros ojos como una película cuando uno va a morir. ¿O será que morirse entonces no era el caso?