EL-SUR

Viernes 26 de Julio de 2024

Guerrero, México

Opinión

La soledad

Silvestre Pacheco León

Octubre 19, 2020

(Primera de dos partes)

Ayer cumplimos seis meses –180 días– en confinamiento por el Covid-19, suficiente tiempo para la soledad que es el imperio de la conciencia, como lo afirma el poeta español Gustavo Adolfo Bécquer, cuando el individuo puede voltear hacia así mismo sin el perturbador ruido gregario y retomar, aunque sea para el autoconsumo, los sucesos que a falta de compañía sufrió en soledad.
En estos tiempos de pandemia, nada más a propósito para recordar y escribir sobre los miedos, el coraje y los cargo de conciencia que cada quien padeció por la falta de una compañía a quien contarlos.
Recuerdo que de niño mi temor más grande era la creciente del río cuyo rumor incesante alteraba mi sueño escuchando el rodar de las piedras que eran arrastradas por la corriente como si viniera sobre nuestra casa.
Con ese miedo pasé las primeras noches durmiendo en la playa de la base naval de Icacos en Acapulco angustiado porque me imaginaba que de un momento a otro nos tragaría a todos el mar.
En mi pueblo pasar el río crecido era una congoja, aunque lo hiciera sobre los hombros de mi padre o sujeto de su mano pensando que por cualquier razón me podría soltar.
La pesadilla más recurrente que invadía mi sueño era que la corriente me arrastraba hasta la parte más estrecha del río donde el agua se encajonaba, y sin embargo ahí aprendí a nadar y a pescar.
Ya estaba en los límites de seguir siendo un niño cuando una vez creía mi deber defender a un primo que me pedía auxilio desde en medio de la poza donde un vecino mayor que él lo asustaba tratando de ahogarlo.
Tomé una piedra y se la lancé con tal tino que descalabré al abusivo, y mientras mi primo se libraba de él yo corrí al mandado sin voltear a ver lo que pasaba con el descalabrado. Iba asustado pensando lo peor, que por la pedrada el muchacho se hubiera desmayado y ahogado en el mismo lugar. Pero luego me consolaba con el hecho de que si algo pasaba mi primo no hablaría en mi contra porque le había salvado la vida.
Regresé por otra calle para llegar a mi casa sin platicar a nadie lo que acababa de ocurrir en el río, hasta que una de mis hermanas sacó la plática que estaba contenta porque alguien había descalabrado al chocante vecino y se alegraba de que le hubieran dado su merecido. Entonces me sentí un héroe salvador de mi primo y aliado de mi hermana, aunque en adelante tenía que cuidarme de no pasar por la calle del descalabrado.
Creo que en esa edad es cuando más propenso está uno a cometer actos que conllevan un cargo de conciencia que pesa, y algún efecto tienen en el desarrollo ulterior de cada quien. Eso sentí cuando caminando muy campante rumbo a mi casa iba jugando con una vara con la que bateaba un piedra que yo mismo tiraba al aire delante de mí. caminaba contento de no haber fallado ninguno de mis tiros, por eso en una ocurrencia de niño quise probar si mi puntería era real o pura suerte, tirándole una brizna de piedra a la fila de patos recién nacidos que seguían a su madre rumbo al río. Y en efecto, no era suerte lo de ese día, sino buen pulso de mi brazo porque mi disparo fue con tal tino que pegó en la cabeza de uno de los patitos que inmediatamente me delató con un pío, pio, estirando la patita. No fue suerte, sino mala suerte haber probado así mi puntería porque justo en el momento de la pedrada apareció mi tía que era dueña de la pata y la arreaba desde su patio para salir a la calle, de manera que mirando lo ocurrido trató infructuosamente de revivir al patito y cuando vio que eso era imposible me lanzó la amenaza demoledora: “Mira nada más chamaco imprudente, ya mataste a mi patito. Verás que voy a ir a acusarte con tu madre”.
No había peor amenaza que esa porque mi madre era atroz para los castigos, sobre todo si la acusadora era mi tía frente a la cual debía infligirme la sanción . Así que la alegría de mi pulso cambió por el temor al castigo, y toda la tarde la pasé mirando al callejón esperando ver que apareciera mi tía llevando en sus manos a la víctima. Pero pasó un día, luego otro, hasta que finalmente el caso se le olvidó.
Poco tiempo después sufrí el primer susto frente a la muerte. Mis hermanos y yo nos despertamos sobresaltados por la manera en que dos señores llegaron a la casa a media noche buscando a mi papá. Vicente- le decían con voz alcoholizada- levántate para que vayas a despedir a tu ahijado Quintil que lo trajeron muerto del Naranjo.
Creo que mis papás también se asustaron como nosotros que nos mantuvimos despiertos hasta el regresó de mi padre quien nos platicó que el difunto murió en el camino, víctima de una emboscada que le puso un muchacho celoso disgustado de que mi primo que era profesor en aquel pueblo había bailado esa tarde con su novia.
A esa edad temprana y de ese modo conocí lo que era una muerte violenta que puede apagar cualquier día los sueños más vigorosos.
Cuando crecí, después de pasar por la edad de los mandados, ayudaba a mi papá en todos los trabajos del campo. Hacíamos buena compañía porque a los dos nos gustaba platicar y a él le agradaba que fuera obediente a sus órdenes. Por eso fue algo natural que a determinada edad me encargara la tarea de llevar los bueyes a pastar a la barranca de los Coyotes donde todas las yuntas se juntaban.
Cada tarde me alegraba cumplir con ese trabajo que consistía simplemente en arrear los animales hasta el lugar donde se dedicaban a comer y después se echaban a dormir satisfechos hasta el otro día en que amaneciendo mi padre los llevaba de vuelta a la parcela donde los uncía al yugo para jalar el arado.
Esa era la rutina diaria que tenía durante el temporal de lluvias cuando la congoja del río crecido siempre me acompañaba pensando en el riesgo de pasar la noche aislado en el campo.
Por eso para prevenir esa contingencia casi corría con los animales cuando creía que el río podía bajar crecido, pero cuando las tardes eran sin lluvia los muchachos nos juntábamos en grupo para pasar a cortar guayabas y limones dulces en la zona de la huertas.
Pero un día que iba solo por el camino me encontré con un muchacho mayor que yo montado en su caballo quien por puro gusto empezó a asustarme echándome encima al caballo. No pasaba nadie por el camino para que me pudiera auxiliar y eso lo aprovechaba el abusivo que me seguía acosando con el caballo sin escuchar mi advertencia de que se lo contaría a mi hermano mayor. Cuando me convencí que nadie iba a pasar para defenderme levanté unas piedras del suelo y se las lance, pero no al caballo que parecía resistirse a pisarme, sino al jinete que solo cuanto miró mi resolución me dejó en paz.
Nunca le dije a mi hermano del miedo que me provocó lo sucedido ni tampoco tuve la oportunidad de cobrarle el susto al abusivo.