Lorenzo Meyer
Mayo 10, 2021
Si las naciones, como argumentó Benedict Anderson, son “comunidades imaginadas” entonces los símbolos son básicos para mantener y sostener esa imaginación nacional. ¿Qué tienen en común los mayas de Yucatán con los yaquis de Sonora? Entre otras cosas, que ambos grupos fueron incorporados y subordinados por la fuerza a una estructura política ajena: la del imperio español. A inicios del siglo XIX, otra fuerza externa colocó a ambos –junto a otras etnias– como parte de una nueva estructura política también ajena: la recién creada nación mexicana.
En 1821 un buen número de los seis millones de personas que vivían en México estaban lejos de poder o querer imaginarse como parte de la nueva nación, entre ellos muchos mayas y yaquis. La incorporación de ambos grupos junto a otros a un México en construcción fue un largo proceso que combinó ciertos esfuerzos políticos positivos con el uso de la violencia extrema, producto de la voluntad de los nuevos grupos gobernantes de someter a la fuerza de trabajo y las tierras de las comunidades originales a la lógica de una economía capitalista.
En ese México naciente, además de lo poco poblado y comunicado de sus regiones separadas por abruptas serranías, selvas o desiertos, pocos ríos navegables y otros muy broncos en tiempos de lluvia, estaba la distancia cultural provocada por lenguas y costumbres locales diferentes pero, sobre todo, por una herencia colonial que había institucionalizado la diferencia de fondo entre indios con sus propias “repúblicas” por un lado y españoles y criollos por el otro más una compleja variedad de castas.
Por tres siglos la autoridad imperial en unión de la Iglesia católica logró administrar esa difícil convivencia entre desiguales, aunque debieron hacer frente a rebeliones locales o a la insumisión en las zonas alejadas de las grandes poblaciones. Sin embargo, con la necesidad de crear a marchas forzadas una nueva nación, se desataron fuerzas que operaron en sentidos contradictorios. De un lado estaban las de aquellos que deseaban apoderarse de las tierras hasta entonces ocupadas por las “razas inferiores” y deshacerse de ellas por considerarlas un “obstáculo para la civilización” salvo si se asimilaban en calidad de mano de obra subordinada. Por el otro, la resistencia abierta de los supuestos inferiores.
En este proceso de ocupación de lo que ya estaba ocupado y subordinación de quienes eran vistos como mera mano de obra, el colonialismo pasó de ser europeo a nacional pero más descarnado. Fueron estas políticas las que dieron entonces lugar a dos conflictos particularmente brutales: “la guerra de castas” de Yucatán que se inició en 1847 y que se prolongó de manera intermitente por más de medio siglo y la “guerra del yaqui” cuyo origen es anterior a la independencia y que también de manera intermitente se prolongó hasta entrado el siglo XX. Los mayas rebeldes aspiraron a su independencia política y los yaquis a mantener su autonomía.
El 3 de mayo pasado en una ceremonia bilingüe que tuvo lugar en Quintana Roo, por primera vez un presidente de México pidió disculpas a los descendientes del pueblo maya no sólo por la “guerra de castas” sino por los cinco siglos de abusos producto del colonialismo externo e interno. El jefe del Ejecutivo también se ha reunido con los jefes de los ocho pueblos yaquis y todo hace suponer que en Sonora habrá una ceremonia similar a la de Quintana Roo.
Finalmente, el gesto del perdón sólo adquirirá pleno sentido si le acompañan políticas concretas para superar la pobreza y marginación de los agraviados. Pero incluso eso no bastará: es la sociedad en su conjunto la que debe reconocer la profundidad del agravio a todas las comunidades originales y actuar para dejar atrás la sombra de los dos colonialismos.