EL-SUR

Lunes 14 de Octubre de 2024

Guerrero, México

Opinión

La sombra militarista en la democracia más decepcionante del mundo

Gibrán Ramírez Reyes

Octubre 25, 2017

El prestigiado Pew Research Center publicó recientemente un estudio en que da cuenta de tendencias delicadas de la opinión pública acerca de la democracia en 38 países. A diferencia de muchos, a nuestro país no le va nada bien, y es probable que haya quien se rasgue las vestiduras y nos culpe por nuestra cultura política parroquial, que se diga que no apreciamos la democracia porque no hemos vivido dictaduras y otras cosas así de simples. No es el caso y, sin embargo, los resultados del estudio preocupan, pues conjugan la desafección democrática global con nuestros males locales, abriendo posibilidades peligrosas.
México es el país con menor compromiso con la democracia representativa en América: tiene apenas 9 por ciento de demócratas convencidos y una zona gris amplísima, 48 por ciento, de “demócratas poco comprometidos” –que son quienes consideran buena la democracia, pero también otras opciones, como un líder fuerte que carezca de contrapesos, un gobierno de expertos o uno militar. Un 27 por ciento de nuestra población sería directamente autoritaria, con una preferencia exclusiva por estas últimas opciones.
A la pregunta sobre qué tan satisfecho se está con la forma en que la democracia funciona en el país, 93 por ciento de los mexicanos se declaró insatisfecho (y sólo 6 por ciento está satisfecho). Se trata de la mayor insatisfacción reportada en el estudio, mucho peor que en Venezuela: vivimos, sin duda alguna, en la democracia más decepcionante del mundo. Las causas deben ser muchas, pero el resultado es claro y uno: una extendida y profunda crisis de representación política.
Se reporta, asimismo, lo que parecería una obviedad, pero merece inquisición: que la gente en países más ricos o con economías en crecimiento tiene mayor satisfacción con la democracia. El dato nos dice una de dos cosas, elija el/la lector/a entre las opciones. La primera sería que la gente es idiota y los politólogos, sabios; o sea, que la incultura democrática hace que se juzgue a la democracia según vaya la economía, sin tomar en cuenta que se trata de cosas diferentes, como si no se buscara quién la hizo sino quién la pague. Esto tendría varios problemas, en primer lugar, que es algo que también sucede en democracias avanzadas. La segunda opción sería, creo, mucho más sensata. Implicaría aceptar que los conceptos existen en tanto significan socialmente.
De tal modo, si la gente no considera democrático un sistema que cumpla sólo con la existencia de varios partidos, el derecho al voto, un sistema electoral razonable y un entramado de reglas e instituciones, es muy probable que no lo sea. Lo han dicho los más notables teóricos de la democracia: si ésta logra imponerse como la mejor forma de gobierno es porque promete igualdad política y social, que nadie valga menos que nadie, que todos puedan acceder a los bienes mínimos indispensables para ejercer sus libertades políticas en condiciones similares. La democracia es también sustancia y no sólo una forma que pueda dotarse de cualquier contenido. La conclusión obvia es que a lo que tenemos le llaman democracia y no lo es.
Si optamos por ese sentido común y asumimos que a nuestro pluralismo le falta mucho para ser democrático, si aceptamos como definición de democracia la que en el artículo tercero lo estatuye como una forma de vida fundada en el constante mejoramiento del pueblo, entonces ello será un aliciente para conseguir una democracia auténtica, un cambio verdadero. Pero están quienes piensan distinto. Quienes asumen que esto es una democracia, en efecto, y que siendo así como funcionan las democracias, lo mejor sería transitar a un régimen cuya principal definición fuera otra. Y surgen así dos salidas probables a la crisis de representación, una democratizadora y otra autoritaria, ambas con bases sociales. Lo dicen los datos.
Pese a que un 67 por ciento considera que la democracia representativa es un camino correcto para el país, hay un 34 por ciento que la considera mala cosa. Y es aún mayor el porcentaje de ciudadanos, 42 por ciento, que estaría de acuerdo con un eventual gobierno militar –otra vez, el porcentaje más alto en América. No es casual. Desde que Felipe Calderón se vistió de soldado, se ha hecho recaer sobre los militares todo el prestigio del “Estado de derecho” por el que se lucha, mientras han sido las policías quienes pagan el costo simbólico. La guerra ha dado a los militares una presencia que no tenían en los territorios, hasta hacerse beneficiarios de tráficos comerciales –y del comercio de la violencia. Eso ha hecho que se envalentonen, que aumenten su activismo político, sus conferencias de prensa y sus desayunos periódicos con empresarios, algo impensable para el viejo civilismo priista que sabía que había que separar a la institución militar de la política si no se quería echar a perder todo. Y ese bloque de poder ansía que sigan gobernando quienes les permiten medrar, de manera que no se atarán las manos para favorecer a los cruzados de la ley (y la muerte): Meade, Zavala, Anaya, quien sea.

@gibranrr