EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Las chicas Hayes

Federico Vite

Noviembre 17, 2015

Algunos editores descubren en la arqueología de los libros viejos, en el noble acto de quitarle el polvo a la obra de ciertos narradores, una fuerza e intensidad inusuales que fueron inadvertidas por el poderoso mercado editorial de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. Por ejemplo, Mi perdición (traducida por Martín Schifino, La Bestia Equilátera, Argentina, 2013, 192 páginas), de Alfred Hayes. Ésta es una novela que confirma las diversas indagaciones estéticas de un hombre que se ha especializado en la práctica confesional del narrador en primera persona. El que habla al oído del lector.
Mi perdición, relato sabrosísimo, contado por el protagonista, Asher, un cincuentón que huye de su casa tras ver a su esposa in situ poniéndole los cuernos. Lejos de golpear, gritar o simplemente matar a los desgraciados, se levanta del césped, desde ahí presencia la escena romántica (ese hombre más joven que yo levantó el suéter de lana para introducir la mano. Se demoraba en acariciar el pecho de mi esposa). Huye de Los Ángeles. Toma un vuelo hacia Nueva York. Asher necesita encerrarse, estar oculto, demolerse. La única certeza del protagonista es la autodestrucción, pero él ya está viejo, incluso para eso. Necesita ayuda en ese apartado.
Llega a Nueva York, visita a un par de familiares lejanos y comienza la siguiente estafa. Más que un golpe de la vida que no pudo esquivar, Asher prácticamente acepta un engaño más a manos de Aurora d’Amore y Michel, un poeta que imita la vida disoluta de Rimbaud. Claro, el intento de escritor no tiene el talento literario del francés, pero sí conoce algunos oficios de la estafa y el pillaje. Él acompaña a su familiar lejano en largas caminatas; escucha con atención las disertaciones de Asher: costumbres, secretos, anhelos. Por la tarde y noche, Aurora se encarga de hacerle compañía al guionista cincuentón.
La magia de Hayes radica en la potencia de sus personajes femeninos. El conocimiento que tiene de la mujer histérica, ese prototipo que funcionó muy bien en la primera mitad del siglo pasado para mostrarnos las características básicas de alguien interesado en convertirse en una artista. Mujeres atractivas, de buen cuerpo y con un rostro de rasgos finos, que no tenían talentos histriónicos, pero querían ser artistas. Poseían todo lo necesario para consumarse como musas enfermas: frívolas, absurdas, adictas, tristes, pobres. Sólo querían brillar y Hayes captura con una precisión casi matemática la estela gris de quien no será nunca lo que anhela. Por ejemplo, Aurora. Estudia derecho pero su verdadero oficio es el pillaje y, en menor escala, la prostitución velada. Quiere pero no sabe cómo salir del hoyo en el que está. Su novio, Michael, la trata como a una cualquiera. Todos la tratan como a una cualquiera, menos Asher, porque ve en ella su igual. Aurora entra y sale de la vida de Asher, tirar mala vibra, llorar, confiesa lo inconfesable y se expone abiertamente para recibir una humillación, igual que Asher, porque en el fondo, sugiere el autor, tanto Aurora como Asher son de ese tipo de personas que parecen un encanto. “Las mujeres a las que había conocido siempre tenían el corazón carcomido por alguna u otra inquietud. Recordaba las caras insatisfechas; el mal humor; las discusiones sin principio ni fin. Me había trenzado en discusiones, y me había reconciliado, y las reconciliaciones eran quizá los más amargo de todo. Era imposible rastrear dónde el amor, o lo que había parecido amor, se había agriado y había acabado mal. Pero siempre se agriaba y siempre acababa mal. Las mujeres se han dedicado a mí como a cualquier negocio incipiente que necesita un poco de atención. Al ver a Aurora en el restaurante, recordé todo esto, que yo era alguien golpeado por la edad, por la profesión que había elegido. Pero me bastaba con verla pasar las hojas del New Yorker. Ella me hacía bien”, dice Asher, colapsado por el peso de su monótona mala fortuna.
En una trama manida, sostenida por el trazo de tres personajes principales, el gran trabajo es generar la atención del lector. Hayes logra seducirnos por una de las virtudes más grades que posee, aparte del gran trabajo de diálogos, el trabajo confesional del narrador en primera persona. Habla con el corazón hecho un nudo. Va y viene del pasado, hace un recuento de su vida, Asher tiene toda nuestra atención porque realmente busca un interlocutor, es un personaje al límite. Escondido, desmoronado, un hombre que ama la destrucción pero aún no lo sabe. Esta noción apasionada, la de hundirse en caudales fangosos de la vida, cobrará una importancia mayor en el capítulo final de la novela, justo donde el triángulo amoroso se rompe. Asher es una persona que acepta lo que le ocurre, pero no puede creerlo, no logra encontrarle un sentido a tanto desprecio por sí mismo.
Alfred Hayes nació en Inglaterra en 1911, pero vivió en Estados Unidos desde la infancia. Después de la Segunda Guerra Mundial, este tipo rudo de la novela y la poesía trabajó en Italia, donde colaboró como guionista con Roberto Rosellini y con Vittorio De Sica. La gran mayoría de su obra forma parte de esa narrativa estadunidense que se considera dura, realista pero no sucia, un cauce del realismo en el que se concibe el ejercicio de la masculinidad como un dique capaz de controlar la melancolía. Más que una exploración sentimental, a Hayes le interesa, como ya había mencionado, los picotazos de una voz femenina en el corazón. A él le agradan las chicas rubias, enfermas, bobas, frívolas, guapas, hambrientas, mentirosas, abusivas; las chicas que se subliman en sus frustraciones. Desea a las parlanchinas, las displicentes, las que te alaban un piropo y te sepultan por el mismo piropo al día siguiente. Que tengas un buen martes.