Lorenzo Meyer
Abril 05, 2018
David Frum, un analista político y conservador, sostiene que si en su país, Estados Unidos, los líderes y financiadores de la derecha republicana llegaran a concluir que la democracia electoral –un ciudadano, un voto– va a llevar a la pérdida permanente del grado de poder que históricamente han tenido como grupo –el de los dueños del dinero, blancos, partidarios de un gobierno que cobre el mínimo de impuestos y ponga restricciones mínimas al capital y el que no estorbe a la concentración del ingreso ni a los privilegios de clase–, entonces buscarán transformar a Estados Unidos en un sistema donde la mayoría no pueda imponer candidatos que tengan el veto de los conservadores (Trumpocracy: the corruption of the American Republic, N.Y.: Harper Collins, 2018). Por ello, Donald Trump tiene su apoyo. Y si en 2016 el candidato minoritario pudo alcanzar el poder vía la magia del Colegio Electoral, para el futuro buscarán otro.
Desde esta óptica se explica que, pese a que el grupo y los intereses que hoy dominan al Partido Republicano en el país del norte no necesariamente se identifican con el poco elegante estilo de gobernar de Donald Trump, le apoyan. Y es que, pese a ese “estilo brutalista”, para la elite conservadora el trumpismo debe ser apoyado, pues ya ha logrado bajar los impuestos, ha quitado restricciones ambientales y se ha empeñado a fondo para desmantelar el “Estado Benefactor”. Hoy, la principal preocupación de la dirigencia republicana –derecha dura– es hacer frente al desafío que representan las demandas de los grupos y sectores subordinados, como son muchos de los afroamericanos, los latinos o los obreros blancos desplazados por la globalización. Para los conservadores, Barack Obama es algo que no debió ser y por eso apoyan la campaña desatada en su contra por Trump y minimizan las obvias fallas del actual presidente. Todo esto, claro, es una hipótesis, pero que es útil al examinar el caso mexicano.
Desde el inicio, los grupos privilegiados de México tuvieron la certeza de que la democracia no era el sistema que convenía al país. A Lucas Alamán, por ejemplo, no le cupo duda que sólo las minorías criollas, educadas y empresariales, podían llevar con éxito las riendas del poder en un México independiente. Por eso aceptaron pagar el precio de apoyarse en un personaje con tan pocas prendas morales como Santa Anna, una especie de Trump de la época.
A inicios del siglo XX, en 1907, el presidente Porfirio Díaz, “el insustituible”, aceptó, por fin, que quizá ya los mexicanos habían madurado lo suficiente para intentar la democracia electoral (entrevista con Creelman). Sin embargo, pronto se desdijo y en 1910 volvió a reelegirse. El resultado fue un desastre.
La Revolución de 1910 tuvo un lema muy simple: “Sufragio efectivo, no reelección”. Cuando finalmente la facción ganadora ganó el poder, abjuró del lema. En 1928 el general Álvaro Obregón impuso su reelección como presidente, pero su asesinato hizo que el grupo sonorense, para evitarse daños mayores, reimplantara la no reelección, aunque no el sufragio efectivo.
Tras las crisis económicas y políticas de los 1980 y 1990, el grupo en el poder -el priista– volvió a plantear que quizá la democracia política era la salida ante la creciente falta de legitimidad del priismo en su etapa neoliberal. La coyuntura era favorable para un conservadurismo reformista, pues mientras la izquierda moderada (el neocardenismo) y la radical (el neozapatismo), se habían desgastado por chocar de frente con el sistema, la “oposición leal”, la panista, se había fortalecido.
Debilitado tanto el sistema priista como las opciones de izquierda –la electoral y la armada–, desaparecida la Guerra Fría y con la llamada “tercera ola democrática” aún vigorosa, el panismo foxista “asaltó a palacio”, según el título del libro de Guillermo Cantú (Grijalbo, 2001). Sin embargo, y a la distancia, se ve que el asalto no fue tal: las puertas de palacio ya se las había entreabierto desde dentro un tecnócrata: Ernesto Zedillo.
En el México del 2000, y como lo sugiere Frum para el caso norteamericano, la democracia política resultó aceptable para la derecha porque no le afectó en sus intereses creados. Al contrario, pareció consolidarlos al inyectarle legitimidad al sistema que los sustentaba. Esa derecha se dio el lujo de proclamar entonces que lo suyo no era una mera alternancia de partidos en el poder, sino la mismísima transición democrática.
Pero pronto la “hazaña” del 2000 tuvo su justa dimensión. La izquierda electoral renovó su liderazgo, y encabezada por Andrés Manuel López Obrador (AMLO) se propuso su propio “asalto a palacio”. Fue entonces que la derecha abandonó la pretensión democrática –como hoy pareciera hacerlo la norteamericana– y optó primero por el desafuero de AMLO y, al fracasar, se decidió por una elección al “haiga sido como haiga sido” del 2006. El resultado final fue una violencia incontenible y el retorno del PRI a Los Pinos.
Hoy, la cuestión fundamental es la misma de hace más de un siglo: ¿está la derecha mexicana dispuesta a aceptar por fin un juego electoral limpio como la vía para darle al sistema político la legitimidad que la sociedad reclama a voz en cuello o buscará una variante del trumpismo, aunque, a la larga, sea cortejar a la catástrofe?
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