Lorenzo Meyer
Mayo 24, 2018
Una y otra vez los gobiernos del PRI y del PAN crearon expectativas, en unos casos las administraron mejor que en otros, pero al final decepcionaron. Si el 1° de julio la oposición tiene éxito, debe evitar a toda costa repetir esa historia.
La estructura política mexicana actual resulta más que insatisfactoria. Está en crisis. En una encuesta global de 2017, el Pew Research Center de Washington encontró que la insatisfacción de los mexicanos con el arreglo de poder que los gobierna abarcaba al 93%, uno de los mayores descontentos colectivos en un mundo de por sí descontento (pewglobal.org/-2017/10/16/many-unhappy-with-current-political-system/).
Cuando un sistema político está en estas condiciones, la renovación de su élite, por elección o cualquier otra vía, es un proceso que genera expectativas. Cuan extendidas, realistas, desbocadas o contradictorias sean esas esperanzas y como se administren en caso de que efectivamente el cambio ocurra, es un punto crucial. Los votos de confianza a las expectativas tienen fecha de caducidad.
En una tesis de maestría que se va a presentar en la UNAM, Pablo Kalax Orozco examina a fondo un caso de fracaso espectacular de “administración de expectativas”: el que tuvo lugar a lo largo del sexenio de José López Portillo (JLP) entre 1976 y 1982.
En un ambiente de crisis económica y política dejado por Luis Echeverría, pero apoyado en la recién anunciada riqueza petrolera, JLP montó un discurso impresionante en torno al brillante y seguro futuro que esperaba a México como potencia media. El gobierno, según JLP y los suyos, “sembraría” el petróleo de yacimientos como Cantarell (super gigante) y en una coyuntura de precios del combustible al alza –se pasó de 20.18 dpb en junio 1973 a 120.99 dpb en mayo de 1980–, México se convertiría en un país capaz de generar una gran riqueza permanente. Sin embargo, cuando los precios del crudo empezaron a bajar (cayeron en 30 dpb) en septiembre de 1982 y la deuda mexicana alcanzó los 80 mil millones de dólares, JLP intentó reemplazar su grandioso esquema de futuro por expectativas más modestas. Lanzó sobre la banca privada la culpa de la crisis al facilitar la fuga de divisas y la nacionalizó. Con esa medida espectacular, aseguró JLP, el Estado mexicano recuperaba el control de su economía y retornaba al cauce revolucionario y a otro tipo de prosperidad. Al final, todo desembocó en un desastre colosal.
Si tras el fracaso de las expectativas generadas por JLP, el PRI no fue echado del poder, fue porque el sistema autoritario impedía el surgimiento de alternativas. Sin embargo, en 1988 sólo el fraude pudo derrotar una auténtica insurrección electoral. Fue en esas condiciones de crisis económica y política que Carlos Salinas recurrió otra vez a la generación y administración de grandes esperanzas para ganar tiempo. Inicialmente tuvo éxito. La nueva oferta de un futuro brillante enterró lo que quedaba del “espíritu de la Revolución Mexicana” en el discurso oficial y en su lugar se izó la bandera de la corriente ideológica en ascenso en el mundo desarrollado: el neoliberalismo. Con la venta de activos del Estado se creó el Programa Nacional de Solidaridad (1988) que se propuso “un ataque frontal a la pobreza”, con la firma del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte en 1993 y el ingreso de México a la OCDE (el club de los países ricos), Salinas administró por cinco años un programa de expectativas que se vino abajo a lo largo de 1994 por la combinación del levantamiento del EZLN, el asesinato del candidato presidencial priista y, finalmente, por la sobrevaluación del peso y un pésimo manejo de su devaluación al inicio del siguiente sexenio (el “error de diciembre”).
El sucesor de Salinas ya no pudo impedir que la crisis general del sistema desembocara en una gran deuda –Fobaproa, 552 mil millones de pesos– y en una elección difícil de resolver con otro fraude. En el 2000, el PRI debió desalojar Los Pinos y con Vicente Fox (VF) al frente, el PAN hizo realidad el sueño de su fundador en 1939: que poco a poco el proceso electoral terminaría por llevar a su partido al poder. Con la alternancia, con el petróleo de nuevo al alza –de 2000 al 2006, el barril pasó de 47 a 77 dólares– y con una legitimidad democrática inicial innegable, VF pudo generar un nuevo marco de expectativas que resultó sorprendentemente efímero. Su sucesor, Felipe Calderón (2006-2012), con una elección muy cuestionada, optó por intentar un triunfo armado sobre el crimen organizado, pero salió derrotado.
En 2012 el PRI recuperó el mando y “llegó haciendo lumbre”. Desde el primer día ofreció a la sociedad y a los partidos de oposición un “Pacto por México” de 95 puntos. El paquete era impresionante: reformas –educativa, energética, de telecomunicaciones, financiera, hacendaria, laboral–, crecimiento económico, competitividad, empleo, seguridad, justicia, combate a la corrupción, transparencia, rendición de cuentas, gobernabilidad democrática y mucho más. La oferta ilusionó, sobre todo en el extranjero –la portada de Time Magazine con EPN y el pie Saving Mexico, fue el caso extremo– pero en 2014, la tragedia de Ayotzinapa y el escándalo de la Casa Blanca habían desvanecido al “Pacto”.
Hoy, y desde la oposición, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha vuelto a despertar y manejar expectativas. En caso de alcanzar la presidencia, el reto de AMLO será tan claro como enorme e histórico: administrar con prudencia, efectividad y honradez esas expectativas para que esta vez, para variar, México no fracase.
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