EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

¿Latinoamérica es un mendigo sentado en una banca de oro?

Federico Vite

Marzo 07, 2023

 

Seguramente usted ha escuchado que muchos escritores se toman la licencia poética de hablar por los otros, por los más desprotegidos, por los que no tienen medios para hacer de su voz un megáfono e incluso hablan en beneficio de la sociedad o lanzan proclamas a favor de un misterio que ellos denominan categóricamente como desprotegidos. Cuestión aparte del ego implícito en este tipo de enunciaciones –hablar en pos de ciertos grupos o a favor de ciertas minorías–, los únicos beneficiados siempre son ellos, los autores, quienes también fungen como intelectuales o como activistas, cualquiera de estas formas de autoconfirmación se articulan individualmente, pero adquieren implicaciones plurales. Lejos de iniciar una escaramuza acerca del ego y la autoconfirmación, traigo a cuento una revelación sobresaliente que hace el periodista peruano Joseph Zárate en el libro de crónicas Guerras del interior (Perú, Penguin Random House, 2019, 178 páginas). Cito: “Con el tiempo y los viajes y las lecturas, entendí que al escribir sobre los conflictos por la tierra, sobre quienes habitan y defienden las montañas y las selvas, no estaba ‘dándoles voz’ a esas personas. Me la estaban dando a mí. Había estado escribiendo, sin proponérmelo, sobre el lugar de donde venía mi familia.
“A los trece años y con tercero de primaria, mi abuela decidió mudarse a Lima con una tía, quien prometió educarla. Quería ser enfermera, pero como pasa con miles de niñas y adolescentes provincianos de mi país, acabó siendo explotada como empleada doméstica por su tía que luego, para deshacerse de ella, la casó con un vecino diez años mayor, que prometió regresarla a la selva, ‘a su tierra’, si aceptaba ser su esposa. Mamita Lilí tenía catorce años. Mi abuelo, un electricista de Celendín, de la sierra Cajamarca, nunca cumplió su palabra. […] Mientras vivió en un barrio al norte de Lima, Mamita Lilí crió ocho hijos y levantó una casa gracias a su trabajo en la Fuerza Aérea del Perú. Como era guapa y simpática solían invitarla a las cenas oficiales. […] Aprendió a usar los cubiertos, a beber cocteles en vez de gaseosas, a sentarse con las piernas cruzadas, a maquillarse. Adoptó poco a poco la cadencia de su acento al de los limeños. Se volvió aficionada a las apuestas de caballos y a las loterías. Logró que casi todos sus hijos vayan a la universidad. En una ciudad que hasta hoy mira la Amazonia y los Andes como tierra de gente tóxica y pobre, sólo así, ‘alimeñándose’, creyó Mamita Lilí, podría regresar. Y progresar en la ciudad significaba, en un sentido, dejar de ser quien era”.
Zárate no romantiza a los indígenas ni a las batallas que sostienen con empresas enormes que intentan desterritorializarlos. Desterrarlos es la meta. Cometen incontables abusos legales en nombre del progreso.
El periodista da cuenta de tres casos: Madera, Oro y Petróleo. Aspectos de un mismo problema, la privatización del territorio. Describe sin dramatismos que las empresas nacionales y transnacionales aprovechan los rezagos educativos, sociales y económicos para apropiarse de la madera y el oro; también abusan de los pobladores para “limpiar” lo que esos emporios hacen en aras de un futuro mejor.
En Madera toma como eje de la investigación el caso de Edwin Chota, asesinado por taladores que sin resquemor alguno pusieron fin a una persona que les impedía seguir saqueando la selva sin problemas, a gran escala, ruidosa e injustamente.
El siguiente caso, Oro, corresponde a Máxima Acuña Atalaya, quien literalmente libra una lucha colosal con mineras que quieren apropiarse del terreno que ella obtuvo desde mucho tiempo atrás. Máxima no tiene metales en casa, salvo las cacerolas; bajo sus pies hay oro, pero entregarlo implicaría contaminar el agua de la laguna y los ríos. Ella prefiere el agua. Las mineras intentan, mediante tretas legales y actos vandálicos, despojarla de su predio. Aprendió a defenderse de los hombres, después de los jueces. Está en riesgo su vida. No ceja en el esfuerzo de preservar lo suyo, lo que le corresponde desde hace muchos años. Pero en especial, entiende que si cede, o se da por vencida, el agua que le corresponde a todos simplemente se privatizará.
El tercer caso, Petróleo, es el de Osman Cuñachi, un niño awajún que enfermó por limpiar el río. Sacaba el petróleo con cubetas. Ahora teme que pueda tener cáncer. Estuvo en “el peor desastre ecológico de la última década”. “Era de noche cuando Osman y sus hermanos regresaron a su casa de madera. Al verlos, mamá los regañó por haber salido sin permiso. Entonces corrieron al patio, donde tienden la ropa y cacarean las gallinas, intentaron quitarse el petróleo del cuerpo con agua, y jabón, pero no pudieron. Usaron lavavajillas y no resultó. Se restregaron la cara, los brazos, las piernas con una escobilla y detergente para ropa. Pero nada. Hasta que un primo, que también había estado en el río, les dijo que se limpiaran con gasolina de motocicleta. Esa noche Osman no pudo dormir bien por la picazón y el ardor de tanto haberse restregado el cuerpo. A la mañana siguiente, los ingenieros de Petroperú volvieron a Nazareth en su 4×4. El aire todavía apestaba a gasolina. Una treintena de vecinos awajún esperaba con sus baldes llenos de petróleo al lado de la carretera. Les habían ofrecido ciento cincuenta soles, cuarenta y seis dólares, por cada recipiente. Pero al final, y a pesar de los reclamos de la gente, los ingenieros sólo pagaron veinte soles, seis dólares”.
Zárate no habla por los desprotegidos. Redescubre su voz denunciando las injusticias de un Estado que entiende el progreso como despojo. A final de cuentas una manera de generar mayores ganancias a la élite (que es la de siempre), porque a pesar de que los gobiernos y los políticos cambian, a pesar de que existe una supuesta “nueva” izquierda latinoamericana, a partir de que las cosas ya no son lo que eran, pues mire usted, el Estado hace lo mismo: beneficia mediante la opacidad de ciertos negocios a la élite.
Los tres casos emblemáticos de Guerras del interior ponen en perspectiva un asunto ancestral relacionado directamente con el despojo, la injusticia y el abuso. Para el Estado desterritorializar es progreso. Para el Estado, el uso del suelo no es ganancia si lo mantienen los nativos.
El autor regresa a las zonas rurales de Perú, a la selva y a la montaña, para encontrarse. ¿Eso qué implica? Nos muestra algo que no tiene valor literario, pero el lector lo agradece mucho. Hablo de la honestidad. Una lección gigante para un continente que vive de revictimizar a los de siempre y de ejercitar la pornomiseria (recurro a la definición de Luis Ospina y Carlos Mayolo: “Si la miseria le había servido al cine independiente como elementos de denuncia y análisis, el afán mercantilista la convirtió en válvula de escape del sistema mismo que la generó. Este afán de lucro no permitía un método que descubriera nuevas premisas para el análisis de la pobreza sino que, al contrario, creó esquemas demagógicos hasta convertirse en un género que podríamos llamar cine miserabilista o pornomiseria”.), algo que desde hace mucho tiempo han normalizado, tanto los reporteros como los escritores. Es cuando se vuelve importante la honestidad, la legitimidad y otros tantos valores que no son literarios, pero cuentan mucho.