Lorenzo Meyer
Octubre 19, 2017
Para un país relativamente débil, sobrevivir al lado de un vecino muy poderoso y agresivo, requiere, entre otras cosas, mantenerse siempre a la defensiva y asimilar bien las experiencias históricas de esa relación.
Hoy, los mexicanos, como conjunto nacional, estamos viviendo una etapa en nuestra relación con el país aledaño que, como en el caso de los sismos, es un movimiento del suelo político repentino, drástico y negativo y para el que ya deberíamos estar preparados, pero no lo estamos.
Actualmente y a instancias de Washington, los representantes de los tres miembros del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN) firmado hace casi 24 años, acaban de terminar una ronda más para revisar el acuerdo y “modernizarlo”. Sin embargo, el trasfondo de esta revisión, impuesta por Washington, no pareciera ser el deseo de ponerlo al día sino transformarlo según las promesas de campaña del presidente Donald Trump. Como candidato, Trump propuso acabar o modificar radicalmente el TLCAN, pues, desde su óptica, es el peor tratado comercial que haya firmado nunca Estados Unidos porque ha destruido incontables puestos de trabajo en su país, (http://fortune.com/2016/09/27/presidential-debate-nafta-agreement/). La prueba está en el déficit de Estados Unidos con México, que en 2016 llegó a los 37 mil millones de dólares y va en aumento. Para el mandatario y su base política, esa cifra, junto con la migración indocumentada –alrededor de 5.6 millones de personas en 2014, (cifras del Pew Research Center, 2015)– es resultado de un “abuso” sistemático de México, tolerado por años y que merece una respuesta contundente: erigir un gran muro fronterizo, acelerar la deportación de trabajadores indocumentados y cambiar las reglas del TLCAN.
Hoy, la prensa norteamericana señala que el acuerdo está a punto del colapso (The New York Times, 12/10/17). Y va a ser toda una lección sobre política norteamericana comprobar hasta qué punto los intereses creados –la Cámara de Comercio de Estados Unidos, los agricultores que exportan al mercado mexicano y el TLCAN les evita pagar un impuesto de entre el 25% y el 75% del valor de sus productos, y las grandes empresas automotrices con plantas en México–, pueden detener a Trump. Por su parte, la Casa Blanca insiste en aumentar el porcentaje de las partes de los autos hechas en la zona del TLCAN del 62.5% al 85% y que el 50% sea norteamericano. Demanda, también, la cláusula del “ocaso”, es decir, que cada cinco años el tratado puede expirar si alguno de los tres socios decide no renovarlo y que el sistema de solución de controversias sea cambiado en su favor. Esta posición dura tiene el apoyo de los votantes “trumpistas”, de los sindicatos e incluso de aquellos sectores del Partido Demócrata antagónicos a las grandes corporaciones. Debemos observar y sacar lecciones de cómo se mueven y qué logran los grupos de presión del país vecino y hasta qué punto Trump, un millonario de derecha, simplemente está blofeando o en verdad está decidido a pagar el precio de ir contra algunos de su clase para mantener el apoyo de una base electoral trabajadora que ya compró el odio al TLCAN.
El tratado surgió en una época en que el gobierno de Washington definía su interés nacional hacia el resto del mundo en función de la Guerra Fría. En la medida en que el sistema priista mexicano era entonces altamente predecible y aseguraba estabilidad en la frontera sur, Washington le apoyó en todas sus coyunturas difíciles. Para afianzar a un Carlos Salinas que posiblemente no ganó la elección de 1988, los presidentes George H. W. Bush y Bill Clinton le aceptaron como socio en un tratado de libre comercio que ligó como nunca antes la economía mexicana a la norteamericana.
Desde la II Guerra Mundial hasta Miguel de la Madrid, Washington había aceptado dar ayuda económica a México en momentos críticos. Era su contribución a sostener una conveniente pax priista. Cuando la Guerra Fría caducó, el norte perdió interés en su vecino del sur. Sin embargo, y de manera inesperada, con el triunfo del trumpismo –el nacionalismo blanco– la situación dio un vuelco: México recuperó su carácter de objeto de interés de la Casa Blanca, pero en sentido muy negativo. Se le definió como ¡un peligro para Estados Unidos! Un peligro económico –un “roba” empleos– y de seguridad, pues de ahí llegan drogas, violadores y asesinos. Detrás de esa lista pública de agravios está un factor de orden racial que mueve al trumpismo, y que si bien no aparece en el discurso de Trump, sí en el reclamo de sus bases electorales: no les gusta una población de origen mexicano de 34 millones.
El canciller Luis Videgaray afirmó que México está renegociando el TLCAN “de buena fe” (Aristegui noticias, 15/10/17). Pero los países no son personas. En su política externa la buena fe no tiene sentido, y menos en la era Trump. Ahí sólo cuenta el cálculo de los intereses nacionales según los interpreta quien gobierna.
Pase lo que pase con el TLC en 2018, la lección ya es clara: colocar a México en 1993 como un mero cabús de la locomotora norteamericana fue una mala decisión que no debe repetirse, pues desde el inicio México no tuvo ningún control sobre ese tren y siempre existirá la posibilidad de que en cualquier curva, quien sí lo tiene, decida desconectarnos.
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