EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Lepra en Acapulco (I)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Abril 09, 2020

 

Honor y gratitud para hombres y mujeres que luchan en el mundo contra la pandemia.

Huésped indeseable

La lepra ha sido huésped indeseable de Acapulco en diversos tramos de su historia y la isla de La Roqueta el espacio ideal para segregar a los infectados. La enfermedad de Hansen, como se le conoce por Herger Armarmer Hansen, descubridor en 1868 del bacilo que la produce, llegó al Nuevo Mundo con los conquistadores españoles y portugueses. Su permanencia será reforzada luego con las intensas migraciones africanas y asiáticas con entrada estas últimas por Acapulco
El nacimiento de la lepra se ubica en el centro de África, 15 mil años antes de Cristo. Subirá luego hasta Egipto para propagarse por toda Asia y plantarse durante la Edad Media en Europa, ya con su carga irracional de “castigo divino”. Abundarán los pueblos fantasmales habitados únicamente por seres de faz leonina y cuerpos descarnados. Hombres y mujeres rechazados con repugnancia por una sociedad cruel, víctima de sus propios prejuicios, y sin ninguna esperanza de vida. Quizás una, la repetición del milagro de Judea.

El milagro

“Jesús de Galilea era amigo muy querido de Lázaro de Betania y en varias ocasiones había estado en su casa. Las hermanas de éste, Marta y María, los habían agasajado con viandas deliciosas y el vino maduro. Las mujeres le envían un recado a Jesús informándole sobre la gravedad de Lázaro a causa de la lepra. Jesús se encontraba lejos, acaso al otro lado del Jordán, por lo que se demorará aún dos días para ponerse en camino.
Cuando Jesús llega a Judea –dice el Evangelio– hacía cuatro días que el cuerpo de Lázaro estaba en el sepulcro y llora como cualquier mortal.
Jesús llega al sepulcro de su amigo, una cueva con una piedra encima, y ordena quitarla. Una vez retirada, Jesús levanta los ojos al cielo y dice “Padre, te doy gracias porque me oíste, yo sé que siempre me oyes”, para luego gritar con voz fuerte:
–¡Lázaro, ven fuera!
Y Lázaro salió con los pies y las manos atadas con vendas y el rostro envuelto en un sudario.
–“Desátenlo para que pueda caminar” –ordena Jesús.
La lepra esconderá desde aquél momento su nombre maldito en el piadoso de “mal de Lázaro”: los enfermos serán lazarinos y lazaretos los sitios de confinamiento.

Don Hernando

Fray Toribio de Benavente –Libro de las Cosas de la Nueva España–, habla de 10 plagas lacerando esta tierra morena, más crueles todavía que las de Egipto. Una de ellas fue la viruela, sobre la que Motolinia narra: “Era tan grande la enfermedad y la pestilencia que en algunas provincias moría la mitad de la gente por desconocerse el remedio”. Paradójicamente, la costumbre del baño corporal entre los indígenas –absurda para los conquistadores– hará más intenso el contagio. “Y entonces los indios morían como chinches”, acota el cronista.
La lepra ya había echado raíces aquí cuando llegó la viruela. Los naturales habían pasado del horror de los primeros casos a la convivencia resignada pero cuidadosa con el mal. Narra el propio Motolinia que los enfermos de viruela, “hinchados de pies a cabeza”, tenían el aspecto de leprosos, razón por la cual se bautizará la epidemia con el nombre de huey zahuatl o “gran lepra”. El sarampión, por su parte, cuando aparezca será “la pequeña lepra”.
Mientras Cortés recibía en España riquezas, honores y esposa –contrae matrimonio con su sobrina Juana Zúñiga– las cosas de este lado del Atlántico andaban de cabeza. Los excesos de la Audiencia, actuando en lugar del gobernador y Capitán General, habían generado un ambiente de franca revuelta popular.
(Las crónicas sociales de la época describían asombradas las joyas obsequiadas por el conquistador a Doña Juana. “Superan con mucho –dice una de aquellas– a las que mujer alguna tuvo en España”. La esplendidez de Don Hernando en Europa contrastaba pues con su pichicatez de acá de este lado, cuando a la Malinche, por ejemplo, solo le obsequió baratijas, bisutería vil. Ella, que todo merecía por haber sido su edecán primera –no por sus nalgas generosas sino por ser políglota–, alma de la Conquista y madre del mestizaje a través de Martín Cortés).
Ora que lo gandalla no le quita méritos y gloria al Gran Capitán. Cualquier otro conquistador, un Diego Fernández de Córdova, por ejemplo, no hubiera encendido el crisol del mestizaje por la repugnancia que le producían las indias y vaya usted a saber si hasta habría optado por el exterminio de la “raza de bronce”, considerando a ese metal bueno sólo para campanas.

Lazaretos

Cortés, una vez en México, se dedicará a remendar el tejido social de la Nueva España, como dicen hoy los politólogos. Utilizará la obra social para congraciarse con los cada vez más exigentes habitantes de la metrópoli. Un ejemplo de ello será el hospital de San Lázaro en Tlaxpana, exclusivamente para enfermos de lepra, bubas y sífilis. (Diego Rivera pinta a un Cortés sifilítico y contrahecho, nomás por joder). Dos años más tarde, sin embargo, el nosocomio será clausurado por órdenes de Nuño de Guzmán. Un “niño verde” anticipado argumentando que sus desechos contaminaban las aguas de Chapultepec.
El segundo lazareto de la Nueva España será fundado en 1572 por el doctor Pedro López y llevará el mismo nombre de Hospital de San Lázaro. Una institución ejemplar en el ámbito de la salud pública al prolongar su acción bienhechora por más de trescientos años. Tránsito en el que estará a cargo de diversas órdenes monásticas, de la Corona española y también del Ayuntamiento de la Ciudad de México. Su capacidad nunca rebasará los 120 pacientes anuales.

Partos ocultos

Hablando de salud pública –sin nada que ver con la lepra–, una sorprendente maternidad de “partos ocultos” funcionó en la metrópoli a principios del siglo XVIII. Operaba anexa a un dispensario para indigentes en las afueras de la Ciudad de México. Su creador, el arzobispo Lorenzana, supervisaba personalmente su operación. La atención era exclusivamente para mujeres españolas que habían concebido fuera del matrimonio, de ahí la discreción como divisa. Una idea piadosa destinada a salvar a los “hijos del pecado”, pero básicamente para alejar a las familias decentes de la tentación del aborto. Los viajes a España resultaban entonces un pretexto ideal para justificar la ausencia de la señorita de la casa y a veces de la abuela misma.
La identidad de la embarazada era conocida únicamente por su confesor y ello sólo para el caso de que algo saliera mal durante el parto. Aquella vivirá la gestación encerrada en una celda sin comodidades y mantendrá el rostro siempre velado particularmente a la hora del alumbramiento. La madre no tenía ningún contacto con el bebé llevado inmediatamente a la Casa Real de Expósitos (niños abandonados).

Isla del Grifo

Fray Francisco García Guerra, arzobispo de la Ciudad de México, sustituye en el virreinato de la Nueva España al popular Luis de Velasco hijo, llamado por Felipe III a ocupar la presidencia de la Casa Real de Indias. Elegante como pocos clérigos, García Guerra está empeñado en hacer memorable su toma de posesión y cuida por ello personalmente hasta el último detalle. Él mismo encabeza el convite inaugural por las calles de la ciudad e imita a su soberano en la sobriedad del vestido. Sin embargo, cuelga sobre su pecho una cruz áurea de un jeme incrustada con piedras preciosas. Los regidores del Cabildo estrenan para la ocasión ropas de terciopelo carmesí y chistosos gorros azul plúmbago.

Noticias de Acapulco

Recién asume el virreinato de la Nueva España, el fraile García Guerra recibe preocupantes noticias procedentes del Mar del Sur (Acapulco). Se refieren estas a la presencia de la lepra y su contagio intenso. Para el representante del rey de España no hay duda de que las mayores propagadoras del mal son las hetairas procedentes de Oriente (cotizadísimas las chinitas por sus habilidades acrobáticas). A ellas dedica la homilía de su misa diaria, enviándolas directamente a los calderos de Lucifer. Luego dispone la instalación de un lazareto en Acapulco, aceptado de sus consejeros como sitio ideal la isla llamada “Del Grifo”, la actual Roqueta. En otros momentos, la isla será de “Los Chinos” y de “Saint Joseph”
Tan sólo ocho meses más tarde el virrey García Guerra muere a causa de una caída y todo por unas zapatillas de moda. No acostumbrado a usarlas con tacón de 4 a 6 centímetros, como se estilaba en la Corte, resbala con ellas golpeándose mortalmente la cabeza.
“Isla maldita”

Tan pronto se instala el lazareto , el macizo será condenado como “isla maldita” , siendo enérgica la exigencia de los residentes para que los contactos con ella se hagan lo más alejados de la población. Fue así que la barcaza dedicada a transportar enfermos, medicamentos y vituallas tuvo como base de operaciones la playa de Icacos. El área más alejada de la bahía y cuyo nombre provenía de una huerta de ese fruto propiedad del aludido virrey Luis de Velasco hijo. La embarcación recibió el nombre de Caronte, el barquero de Hades de la mitología griega, encargado de guiar a las sombras errantes de los difuntos de un lado a otro del río Aquaronte. Fue operada exclusivamente por indígenas a quienes, por alguna razón desconocida, se les consideraba inmunes a la lepra. (Hoy se sabe que el 90 o 95 por ciento de toda la población es inmune al mal).
Distante dos leguas del puerto, la “isla pestilente”, como también se le llamó, nunca formó parte del entorno social de los porteños. Cualquier contacto con ella será evitado ya por temor al contagio de la lepra o bien por su situación de refugio esporádico de piratas y más tarde polvorín.

Los Antoninos

Canónigos del Instituto de San Antonio Abad llegan a la Ciudad de México –1628–, con la intención de fundar un hospital dedicado a los enfermos de lepra, particularmente de una variante conocida como “mal de San Antón”, “fuego sacro” o “mal leonino”.
Los “antoninos”, como los llama inmediatamente la población por abnegados y generosos, sorprenden al poco tiempo con un cambio radical de conducta tornándose rebeldes, mundanos y licenciosos. Toda la Nueva España clamará escandalizada, cuando conozca el uso del hospital de San Antonio Abad como cualquier “motel de paso” de la actualidad. Una denuncia: “Mientras vulgares meretrices usan las camas para sus violentos menesteres, los enfermos se pudren tirados en patios y corredores”.
El rey Felipe IV monta en cólera al conocer tales hechos, remitiendo a los religiosos ante el Santo Oficio. E irá más lejos en su monárquica indignación: obtendrá del papa Urbano VIII la extinción –in saecula saeculorum– de la orden religiosa de los arrechos “antoninos”.

E pur si muove

(Urbano VIII no será recordado por ese hecho, ciertamente, pero sí como inquisidor del sabio italiano Galileo Galilei. Declarado herético por el Tribunal del Santo Oficio, el astrónomo será obligado a retractarse de su identificación con las ideas de Copérnico –el Sol como centro del Universo y la Tierra girando sobre su propio eje–, contrarias a la letra de las Escrituras. Aquel hombre de mente prodigiosa grabará para los siglos una frase contra la que se estrellarán todas las intolerancias: ¡E pur si muove, cabrones! (la última expresión carece de rigor histórico, pero eso y más se merecían aquellos judiciales con sotana). La Iglesia Católica aceptará, tres siglos y medio más tarde, el “y sin embargo se mueve” de Galileo, a quien desagraviará en 1992 por voz de su jefe, el papa Juan Pablo II).