Héctor Manuel Popoca Boone
Abril 19, 2025
Desde mi juventud, mi angustia primera, la fuente de todas mis alegrías y amarguras, ha sido la lucha incesante e implacable entre la carne y el espíritu. Llevo en mí, las fuerzas tenebrosas del maligno y las fuerzas luminosas de Dios; y mi alma es el campo de batalla donde se enfrentan ambos ejércitos.
No quiero que mi cuerpo se pierda; no quiero ver mi alma envilecida. He luchado por reconciliar en mí ambas fuerzas antagónicas; deseo que ambas comprendan que no son enemigas sino por el contrario están asociadas, de manera que puedan reconciliarse en forma armoniosa y de este modo poderme yo reconciliar con ellas.
Para poder continuar la lucha entre la carne y el espíritu: entre rebelión y resistencia, reconciliación y sumisión; es preciso tener un conocimiento profundo de lo que constituye el fin supremo de la lucha …
Esa es la ascensión seguida por “Cristo hecho hombre”; el cual nos invita a seguir marchando tras las huellas sangrientas de sus pasos. Dicha ascensión precisa que vivamos las pequeñas y las grandes alegrías del hombre, su angustia, su tristeza, sus enojos; que sepamos por qué su victoria final se nos antoja nuestra propia victoria futura. Que conozcamos cómo venció las celadas floridas de la tierra, cómo sacrificó y cómo ascendió de sacrificio en sacrificio, de hazaña en hazaña, hasta la cima de su martirio: La Cruz.
Porque ascender a la cima del sacrificio, a La Cruz, Jesucristo pasó por todas las pruebas que debe pasar el ser humano que lucha. Esta es la razón por la cual su sufrimiento nos resulta tan familiar. Es tan profundamente humano su sacrificio y, por ende, su sufrimiento, que nos ayuda a comprenderlo, a amarlo, a reconfortarnos en él y a seguir su pasión como si se tratara de nuestra propia pasión.
Si no poseyera él ese calor humano, jamás podría haber conmovido nuestro corazón con tanta seguridad y ternura; jamás habría podido convertirse en un modelo para nuestra vida. Lo vemos luchar como nosotros y cobramos valor al saber que él lucha a nuestro lado.
Cada instante de la vida de Cristo es una lucha y una victoria. Superó el irresistible encanto de las sencillas alegrías humanas, triunfó sobre la tentación; transformó incesantemente la carne en espíritu y continuó su ascensión; llegó a la cima del Gólgota y subió a La Cruz. Pero ni siquiera allí, terminó su combate. En La Cruz le esperaba otra tentación, la última tentación. El Maligno, como en un relámpago, desplegó, ante los ojos desfallecientes del crucificado, la engañosa visión de una vida apacible, cómoda y dichosa: del sendero suave y fácil de un ser humano que se había casado y que tuvo hijos. Sus semejantes lo amaban y respetaban; y ahora, ya viejo, estaba sentado a la puerta de su casa, recordando las pasiones de su juventud y sonreía satisfecho.
Muchos de sus seguidores dirián: ¡Qué bien haber procedió así! ¡Qué sabiduría haber seguido el sendero del ser humano y qué insensatez hubiera sido salvar al mundo! ¡Qué alegría haber escapado a las tribulaciones, al martirio y a la Cruz!
Ante esa última tentación, que durante algunos segundos turbó los instantes finales de su vida, giró bruscamente Jesús su cabeza y abrió los ojos. Vio que no había sido un desertor ni un traidor. Había cumplido la misión que Dios le había encomendado. No se había casado. No había vivido dichoso ni gozoso. Cumplió con su misión en la tierra. Había llegado a la cima del sacrificio: Estaba clavado en La Cruz.
Cerró los ojos, satisfecho. Entonces se oyó el grito triunfal: ¡Todo se ha consumado! Es decir, terminó su misión. Fue crucificado. No sucumbió a la tentación. Así fue la vida ejemplar de ¡Cristo, hecho hombre!
La enseñanza es no temer al sufrimiento, a la tentación, a la carencia o a la muerte, porque todo ello puede ser vencido y Jesucristo lo hizo. Desde entonces el sufrimiento quedó santificado, como un ejemplo supremo del ser humano que hace de su existencia un combate cotidiano. La tentación luchó hasta el último momento para extraviarlo, y fue vencida. Cristo murió en la cruz y en ese mismo instante la muerte fue por siempre vencida.
Cada obstáculo interpuesto en su marcha, Cristo lo transformaba en hito y ocasión de futura victoria. He ahí su ejemplo que nos abre el camino y nos infunde valor en esta vida. He ahí un aliciente para todos los hombres y las mujeres que luchan mucho y en forma perseverante a lo largo de toda su vida terrenal. He ahí quien tuvo como consigna vital: “Ama a tu prójimo, como a ti mismo”.
* De la lectura del prefacio del libro La Última Tentación. Nikos Kazantzakis. Editorial Debate, S.A.