EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Libros que ya no se hacen por millar

Federico Vite

Diciembre 14, 2021

El escritor francés Paul Guimard (1921-2004), periodista, novelista y dramaturgo fue un intelectual polifacético, amigo de directores de cine y políticos como Jacques Demy y François Mitterrand; compañero de la escritora feminista Benoîte Groult, compartió con ella la pasión por el océano y la navegación. Es mundialmente conocido por la novela Las cosas de la vida (1967). Esta historia ha inspirado varias adaptaciones cinematográficas; una de 1970, dirigida por Claude Sautet, con Michel Piccoli y Romy Schneider; otra de 1994, con Richard Gere y Sharon Stone. Su obra se reimprime regularmente en Francia desde hace más de cincuenta años. El libro que lo consagró como un buen escritor fue Calle del Havre (Traducción de Alfredo Darnell. España, Ediciones CID, 1958, 168 páginas), novela que obtuvo el Premio Interaliado en 1957.
Calle del Havre llama la atención por el manejo del tiempo. Literalmente hace que un retraso de minutos, un cambio en la velocidad en la zancada, una modificación en la rutina, fusione el destino de tres personajes: Julién Legris, Francisco y Catherine. Estos actantes se entrelazan con un tempo solo creado en la literatura. Este libro ficciona la posibilidad de que Francisco y Catherine, aparentemente diseñados el uno para el otro, se encuentren de manera natural. Esa naturalidad, ese artificio, diría yo, es el trabajo de Guimard. Usa un narrador omnisciente que conecta a los personajes. Ensambla, literalmente como un disc jockey, los monólogos de esos personajes. Gracias a la voz de ellos, al mundo que enuncian ellos, se comprenden los motivos y las acciones que los animan. Gracias también a la información que ellos ofrecen al lector se puede contrastar la imaginería de Julién. Es notorio que el transcurso del tiempo, cuando se usa la voz narrativa omnisciente, fluye más lento a diferencia de los monólogos que aceleran los hechos. Los precipitan. La fusión es interesante y doblemente atractiva porque se trata de un libro comercial, es decir, no es un proyecto experimental; tampoco una obra de arte. Ni siquiera se trata de un texto con pretensiones de renovación estilística. No. Es una novela escrita por un periodista. Uno con talento. Otro de los factores atractivos es que “aparentemente” repite descripciones. El lector bisoño se quedaría con esa impresión, pero uno más avezado, obviamente, se adentraría en el cuerpo del relato y entendería que Guimard reescribe, desde el punto de vista de cada personaje, un hecho y lo desarrolla desde ese sendero. Es decir, logra que la narración profundicé sicológicamente gracias a ese mecanismo que ancla, digamos, en la superficie de la historia.
París es el trasfondo de esta novela de amor que funciona justamente por la red de clichés que caracteriza a los relatos románticos. Sumado a esos elementos, el autor agrega un aspecto más, la movilidad de las sociedades modernas: un mundo de apariencias, gente activa, apresurada y, en especial, actantes que no ven más allá del presente. Julién, vendedor de billetes de lotería, ve todo. Es Navidad. Observa a la actriz adolescente Catherine. Esa época del año presagia la victoria de la publicidad que, de hecho, trae consigo una catarsis para propiciar ternura y conmiseración en todo el mundo. Francisco, por su parte, ve en la Navidad una promesa para restaurar su trabajo artístico y con ello una pasión vital. Julién trata de anular el destino anticuado y monótono. Busca la manera de que Francisco y Catherina se encuentren. Es el pivote de todo lo que ocurre en la estación del metro Saint-Lazare. El ritmo vital es inexorable. Los que viajan a las 8:44 nunca se encontrarán con los de las 8:56. Julién, en la esquina de la Calle del Havre, es un observador inmóvil, orquesta el acercamiento entre los personajes, pero el desenlace no es precisamente amable. Todos sus movimientos están enfocados a resolver una pregunta, ¿conseguirá retrasar a Francisco doce minutos para que encuentre a Catherina? ¿Esa es la distancia de la felicidad? ¿Puede crear un artificio para alterar el presente e influir así en el futuro?
En la mente de Julién todo lo relacionado con Catherine debería interesarle a Francisco y viceversa. Da por sentado que los dos jóvenes están hechos el uno para el otro. Meses de observación han fortalecido esta certeza. Ve pasar frente a él a esos dos seres complementarios, separados por una eternidad de doce minutos. Esa trágica dimensión del tiempo le consterna. Julién sueña con esa unión. Guimard logra crear un vínculo que no era el esperado, pero a final de cuentas fusiona los destinos de esos tres personajes.
Guimar publicó su primera novela en 1956 (Les faux-freres), con la que consiguió el Gran Premio del Humor; al año siguiente llegó la aceptación de la crítica especializada con Calle del Havre. Es un libro fechado a la mitad del siglo XX y ofrece mayor ruptura que una publicada en 2021, ¿por qué? Probablemente porque se valoraba mucho que los escritores fueran arriesgados, distintos entre sí, no estaban tan interesados (los de la industria editorial) en que prevaleciera un tema y un molde de novela. Los temas, usted sabe, no cambian mucho: amor, vida y muerte. Pero el tono y el estilo, esos sí son radicalmente diversos, aunque en manos de Guimard hablo de frases concisas, ligadas por un acertado uso del punto y seguido. Estas frases –pasadas por la traducción de Darnell– nos permiten apreciar el tono del libro. Cito un fragmento: “Con toda serenidad, Juliénse dejó penetrar por una idea que hasta entonces no había considerado nunca cara a cara: la idea de la muerte”. Crea suspenso, pero sin engolar las frases ni la voz narrativa. Es de un tono neutro que pareciera una simpleza, pero matizarlo, es decir, mantenerlo durante todo el libro revela un gran trabajo. Deja que la historia camine. Funciona como un mediador entre personajes. Me parece que sacar del olvido a Guimard ayuda a comprender que los escritores contemporáneos escriben a lo seguro, sin correr riesgos, con mucha comodidad. Son casi unos oficinistas de la prosa. Escriben bien, pero por senderos largamente recorridos. Por eso, tal vez, la literatura perdió filo. Es una industria que valora más las buenas intenciones que la literatura misma. Nada nuevo bajo el sol.