Lorenzo Meyer
Febrero 25, 2016
La desconfianza frente a la politica y lo político es una herencia que pudimos haber evitado o disminuido si en el 2006 el proceso electoral hubiera sido otro.
Pantano. Lo que se llevaron los vientos de la elección presidencial de 2006 –aquella del “haiga sido como haiga sido”– fue algo que se empezaba a construir entre nosotros los mexicanos, pero que resultó relativamente fácil de perder: la confianza. Confianza en las instituciones electorales; finalmente en el sistema político mismo y en el futuro previsible del país.
La tesis que en este campo se maneja en Confianza y cambio político en México: contiendas electorales y el IFE (El Colegio de México, 2015) –un trabajo de Reynaldo Ortega y María Fernanda Somuano–, es clara e importante por sus implicaciones: el resultado más significativo de la elección presidencial del 2006 no fue el precario segundo triunfo del PAN en las urnas ni, menos aún, la consolidación de la democracia formal alcanzada seis años atrás, sino justamente lo contrario: el malogro de la oportunidad histórica de convertir la gran legitimidad ganada en el proceso electoral del 2000 –la generada cuando las urnas hicieron que el PRI cediera pacíficamente el control que había mantenido por 71 años sobre una presidencia sin contrapesos– en el cimiento de la etapa moderna y democrática de México. Desde esta perspectiva, el 2006 fue la coyuntura que puso al país en el camino de retorno al pantano político del que recién había salido y que, además, apagó en muchos el entusiasmo por empezar a escribir un capítulo distinto en el proceso del desarrollo político mexicano.
Confianza. Los indicadores que manejan Ortega y Somuano muestran de manera efectiva lo que muchos han detectado de manera intuitiva: que la insuficiente confianza que la ciudadanía tiene en el órgano encargado de llevar a cabo los procesos electorales: el Instituto Federal Electoral (IFE), hoy Instituto Nacional Electoral (INE), afecta a la calidad política en su conjunto.
Apoyados en James Coleman y otros autores, Ortega y Somuano definen confianza política como “el grado de certeza en el cumplimiento de las obligaciones derivadas de las normas y reglas establecidas por un entorno específico” (p. 23), y rastreando las causas de las sospechas de fraude electoral –que los autores documentan en la elección de 1988, pero que se remontan al origen mismo de la práctica electoral en el siglo XIX–, se explica parte de lo precario de la confianza política en México. Tómese la definición propuesta, más las prácticas electorales o cualquier otro indicador disponible, es inevitable llegar a la conclusión de que en el México actual la desconfianza es generalizada y por ello Jacques Rogozinsky, director de Nafinsa y cercano a Carlos Salinas, explica que en nuestro país el 99 por ciento de las empresas sean familiares, (conferencia en Sonora, 22/02/16). Y es que, entre otras razones, para muchos mexicanos, fuera de la familia toda relación es insegura.
Ascenso y caída. Entre el año 2000 y el 2006, la confianza ciudadana en los procesos electorales varió entre el 40 y 70 por ciento pero tras los sucesos del 2006 –en esa elección los autores no ponen el acento en el fraude al estilo 1988 sino en las condiciones en que se dio la campaña y el rechazo al recuento pese a lo cerrado del resultado–, esa confianza cayó. Para 2013, quienes dijeron tener mucha confianza en el árbitro electoral fue apenas el 16 por ciento; el resto osciló entre algo (43 por ciento), poca (29 por ciento) y nada (11 por ciento) (p. 85). Y eso que, en términos relativos, el IFE, hoy INE, destaca por ser la estructura mejor evaluada dentro del conjunto de instituciones políticas. Los partidos, por ejemplo, apenas lograron que el 1 por ciento de mexicanos se declarara plenamente confiado en su desempeño frente a un 75 por ciento que expresaron poca o nula confianza en ellos (pp. 87-86).
Clases. La legitimidad de las instituciones políticas depende inicialmente de su origen, pero al final de su desempeño (pp. 95-96). Dentro del sistema institucional hay diferencias en este campo. Así ante un hipotético conflicto entre el presidente y el IFE-INE, 49 por ciento de los encuestados le creería más al instituto, y sólo el 13 por ciento al presidente, pese a que éste último tiene su origen en una elección general y el IFE-INE no (p. 109).
Descomponiendo el universo ciudadano por región y estratos sociales vía niveles de ingreso, Ortega y Somuano encuentran que la mayor desconfianza en torno al IFE-INE anida en el sur del país, pero socialmente en los sectores de clase media baja. Aquellos que confían más en la institución se encuentran en el norte y centro del país –donde el desarrollo es mayor–, pero en estratos de menores ingresos (120-124). Una paradoja a explicar.
Tarea. Hoy el INE hereda lo que le dejó el IFE. Tras la última elección presidencial –2012– el 46 por ciento de los ciudadanos consideraba que el trabajo de ese instituto era bueno o muy bueno, pero falta ganar a la otra mitad.
Sólo cuando el perdedor acepta que su derrota fue en buena lid –como es el caso del reciente referéndum boliviano–, la democracia ha pasado la prueba. Y en el proceso mexicano eso aún no ocurre. Por ello, el trabajo aquí examinado concluye que la desconfianza generada en la elección del 2006 sigue pesando, sobre todo entre los identificados con la izquierda (p. 128). Y sin confianza, el cambio político no es otra cosa que recorrer el camino de regreso a donde empezamos. Las elecciones de este año, pero sobre todo las de 2018, determinarán si el viento regresará lo que se llevó en 2006.
www.lorenzomeyer.com.mx
[email protected]