EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los animales buscan su acomodo

Silvestre Pacheco León

Septiembre 30, 2006

Cuando don Lupe, le dijo a Justino que si sus animales volvían a meterse a sus potreros le mataría el becerro más gordo, era porque ese año las lluvias habían escaseado y el pasto se acabó pronto. Las vacas de Justino se estaban muriendo de hambre y da la casualidad de que sus potreros colindaban con los de don Lupe, bien empastados y con agua suficiente.
Ya antes los animales habían hecho un portillo y saciaron su hambre toda la noche. Los peones de don Lupe los sacaron y arreglaron la cerca, pero la siguiente noche volvió a suceder lo mismo. Así, por las mañanas los peones arreglaban la cerca y por la noche la rompían, hasta que don Lupe buscó a Justino y lo sentenció con matarle los animales. Él le contestó lo que sentía como un derecho. “Los animales buscan su acomodo”, le dijo, y lo demás se lo calló, porque también lo pensó: “Si me mata un animal, yo me cobro con su vida”.
Don Lupe murió apuñalado en una emboscada después de que él cumplió con su dicho de sacrificar el animal más gordo. Tardaron tres días para encontrar su cuerpo apuñalado.
Lo demás fue el drama que culminó con el fusilamiento de Justino a manos del hijo de don Lupe que metido en el ejército llegó al grado de coronel rumiando su venganza.
Fueron 35 años de padecer persecución lo que vivió Justino desde entonces. Todos sus bienes los acabó pagando a quienes creyó que podían ayudarle a cubrir el delito. Su mujer se murió pronto de tanto sobresalto, y él terminó los últimos años de su vida recogido en los terrenos del hijo, lejos del pueblo donde se hizo asesino.
Lo que son las cosas, cayó en manos del gobierno de la manera menos pensada pero harto parecida al caso de sus animales hambrientos.
Esa tarde Justino descansaba en el patio de la casa de su hijo allá en la loma desde donde se divisaba la llegada de cualquier forastero que fuera por el camino. A un lado, en la ladera, crecía la milpa apenas nacida entre los surcos secos y sedientos que sembró unas semanas antes con la yunta de bueyes. Ese fue el principio del fin porque lo indignó de veras que el puño de soldados caminara entre la siembra destruyendo sin miramientos las endebles matas de maíz. No lo pensó dos veces, y ni siquiera le dio por repetir la acción mecánica de huir al monte con la aparición de los soldados, como estaba acostumbrado. En lugar de eso, se dejó llevar por el impulso animal de reclamarles que tuvieran cuidado con la siembra, y bajó corriendo con la camisa en el hombro hasta encontrarlos.
Los soldados lo vieron sin inmutarse ante los reclamos, sólo se ocuparon de su aprehensión. Lo maniaron como animal y así lo ataron del horcón de la casa.
Eso es lo que cuenta Juan Rulfo, palabras más, palabras menos, en “Diles que no me maten” y eso recordaba yo cuando me platicaron el caso de Pompeyo, allá en El Zapote, en la sierra de Vallecitos.
A Pompeyo le fue mal con el temporal, y su milpa se le perdió. Para colmo un día su parcela amaneció invadida por el ganado de doña Petra, la rica del pueblo. Como pudo sacó las vacas y no le reclamó nada a la dueña, en cambio, la fue a ver para ofrecerle el rastrojo en venta ahora que sus animales sufrían. Le pidió mil pesos por todo y la mujer se resistió. Entonces Pompeyo le dijo del daño que su ganado le había hecho, pero lejos de animar la voluntad de compra de la señora, ella le pidió un descuento por lo que las vacas ya se habían comido. Aseguraba que no tenía en ello culpa.
Al final quedaron en 500 pesos por la pastura, pero doña Petra argumentó que no tenía dinero en el momento y que regresara al otro día para pagarle.
A la noche siguiente las vacas volvieron a entrar en la parcela de Pompeyo, pero ya no quiso sacarlas pensando en que el trato para la venta del pasto estaba hecho, pero no pensaba así la dueña de las vacas porque cuando llegó el otro día simplemente le dijo a Pompeyo que la pastura era menos y que por lo tanto no le podía ofrecer más que 300 pesos.
Pompeyo no rogó ni pareció molestarse ante la arbitrariedad y el abuso de la mujer. En cuanto la dejó, se dirigió a la parcela, se puso a chaponar para hacer su guardarraya dejando a salvo la cerca perimetral. Cuando la guardarraya estuvo hecha, le prendió fuego en derredor con el ganado adentro.
Dicen que por la tarde al pueblo lo invadió el olor a carne quemada. Doña Petra se presentó indignada a la casa de Pompeyo para reclamarle, pero la respuesta era la misma y repetida: “Yo no tengo vacas doña Petra. Yo nomás quemé mi rastrojo”.
Chiguan, el juez del pueblo
Pero claro, para casos como los narrados debe haber autoridades sabias que hagan justicia en los pueblos. Así se hizo de reconocimiento Crescencio Solano, cuando fue presidente del comisariado ejidal allá en mi pueblo.Todo el mundo lo conocía como Chiguan y así le decíamos de cariño. Se ganaba la vida dedicado a la matanza de cerdos y cuches que su familia vendía. Su fama inició cuando hasta su casa llegó Valdemar para denunciar que el caballo de Cristino abolló la salpicadera de su carro nuevecito, traído desde el Distrito Federal, al pasar por el callejón donde el animal estaba amarrado. El Chiguan dejó sin argumentos a Valdemar cuando le dijo que el caballo también es un medio de transporte y que estando estacionado primero, fue el carro quien invadió su espacio y entonces no había lugar para reclamo, aunque pudiera ser que Cristino, el dueño del caballo, se presentara a reclamar si por la patada el animal quedaba lastimado.
Valdemar no quiso saber más, se retiró quizá pensando en que corría el riesgo de ser demandado si el dueño del caballo alegaba algún daño a su animal.
Y aunque Chiguan quizá nunca supo lo que se cuenta sobre la justicia del rey Salomón, fue parecida su actitud cuando debió fallar en el diferendo que dos vecinos mantenían sobre la propiedad de una marrana que parecía mostrenca, la que atada de una pata estaba en calidad de detenida en la comisaría. “Vamos a soltarla y será del dueño de la casa donde vaya la marrana primero”, dijo con toda sabiduría el Chiguan. Los que peleaban aceptaron sin chistar el veredicto.
Matadón que le voy a dar
El domingo pasado fuimos a visitar a un amigo en la sierra, y mientras saboreábamos los ricos tamales de elotes recién cortados, me platicó el suceso reciente: apenas había arreglado con su vecino la indemnización que le tocó pagar por la muerte “accidental” de un burro balaceado por meterse a comer su siembra de frijol.
El sobrino de mi amigo vino a pasar sus vacaciones con su tío y participaba de los quehaceres familiares. Una tarde llegó con la noticia de que el burro del vecino se había metido a la parcela de frijol pero lo había sacado y correteado. El tío, enterado de la noticia le preguntó ¿Y no lo mataste?. No, dijo el sobrino desconcertado.
La historia se repitió por segunda ocasión, pero el tío sólo acertó a decir “la próxima vez que se meta, le voy a dar un matadón”
La tercera vez llegó pronto: tío, le dijo el sobrino, otra vez volvió a meterse el burro a comerse el frijol. Y… –le respondió mi amigo. No, ora sí lo maté.