Lorenzo Meyer
Marzo 11, 2019
El 28 de febrero el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) publicó un acuerdo que ordena a las dependencias federales transferir al Archivo General de la Nación (AGN) todos los documentos históricos “que se encuentren relacionados con violaciones de derechos humanos y persecuciones políticas vinculadas con movimientos políticos y sociales, así como con actos de corrupción en posesión de las dependencias y entidades de la Administración Pública Federal.” Se le dio al AGN un período de 180 días para elaborar y dar a conocer los lineamientos de la organización y custodia de esa documentación, (dof.gob.mx/nota_detalle.php?codigo=5551415&fecha=28/02/2019). Al día siguiente, el presidente precisó ante la prensa que por documentación política histórica se entiende la generada desde el gobierno de Carranza hasta 1985. ¿Y qué hay de particular en 1985? Pues quizá que en ese año se puso fin a la Dirección Federal de Seguridad (DFS), una temida policía política.
La Sección Primera, el Departamento Confidencial o la Oficina de Información Política Confidencial de Gobernación, fueron los organismos sucesores de los servicios de inteligencia creados por el Porfiriato para “la protección del Estado”. Sin embargo, el momento en que el espionaje político realmente se institucionalizó y se recrudeció entre nosotros fue cuando coincidieron el viraje hacia la derecha del régimen postrevolucionario mexicano y el inicio de la Guerra Fría global, 1947. Bajo el recién inaugurado sexenio de Miguel Alemán, ex secretario de Gobernación –un anticomunista y anticardenista duro–, nació la DFS. Fueron militares siete de los diez directores que estuvieron al frente de ese aparato a lo largo de sus 38 años de vida. Eso, aunado a la naturaleza del sistema y las tareas que se le asignaron, le imprimieron a la DFS un carácter represivo que mantuvo hasta el final.
¿Pero, cuál fue el carácter y la tarea de la DFS y de las otras agencias de inteligencia de la época? Sergio Aguayo nos ofrece una buena síntesis de los rasgos esenciales de la DFS, de sus labores y, sobre todo de sus métodos (La charola. Una historia de los servicios de inteligencia en México, Grijalbo, 2001). Su labor básica fue identificar a los “subversivos” enemigos del régimen, es decir, a los activistas de izquierda, a críticos del gobierno y, llegado el caso, actuar contra ellos. También se preocupó por vigilar a miembros del propio círculo gobernante, ya que en un sistema de partido de Estado como fue el mexicano, con frecuencia la pugna política no se dio extramuros de la mal llamada “familia revolucionaria” sino en su interior. Se espió a diestra y a siniestra. Y fue a través de la DFS, de las policías y de las fuerzas armadas, que el ejecutivo llegó a ejercer al máximo no sólo sus amplias facultades constitucionales y metaconstitucionales, que tan bien examinó Jorge Carpizo (El presidencialismo mexicano, México: Siglo XXI, 1978), sino las más siniestras: sus poderes anticonstitucionales, que incluyeron la violación sistemática de los derechos humanos de quienes el presidente en turno consideraba enemigos o desafectos, y que incluían su vigilancia, su represión abierta o clandestina y, llegado el caso, su eliminación física. El 68 y la “guerra sucia” de los años 70 del siglo pasado, son ejemplos notorios, pero no únicos, del uso de la DFS como instrumento de un dominio ilegal e irresponsable y, al final, bastante efectivo.
Los órganos de inteligencia de un Estado trabajan envueltos en el secreto y, si no son bien vigilados, llegan al exceso. Por ejemplo, el FBI norteamericano en el casi medio siglo que fue dirigido por Edgar Hoover, se saltó muchas trancas legales y se convirtió en un poder semiindependiente que desobedeció e incluso amenazó a presidentes. Aquí, la impunidad y el presidencialismo le dieron un dominio formidable a la DFS, pero justo por eso se hizo muy atractiva y vulnerable a otro gran poder: el del narcotráfico. Y cuando ese poder del narco cometió el error de soberbia de asesinar en febrero de 1985 a un agente de la DEA –Enrique Camarena–, la DFS se topó con otro –el de Washington– y en el forcejeo salieron a la luz algunas de las ligas de la DFS con el crimen organizado. El quedar entrampada en esa pugna de tres fuerzas llevó, entre otras cosas, a que Miguel de la Madrid ordenara la disolución de la DFS.
Entre 1986 y 1989 funcionó como reemplazo temporal de la DFS una Dirección General de Investigación y Seguridad Nacional, pero en ese último año el gobierno de Carlos Salinas creó el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen). En principio, los miembros del nuevo aparato de inteligencia serían civiles, ya no operarían como fuerza armada y sólo se dedicarían a recolectar y analizar la información de inteligencia. De todas formas, desde su campaña presidencial, AMLO anunció que el Cisen iba a seguir el camino de la DFS porque, en la práctica, mantuvo una definición de la seguridad de la nación más bien centrada en servir a los intereses del gobierno y del presidente. Por eso, y pese a que con el acceso a la información decretado por Vicente Fox los papeles de la DFS se trasladaron al AGN y se abrieron a consulta, su cuidado quedó a cargo no del AGN sino del Cisen, que poco a poco restringió y dificultó su acceso a los investigadores al punto que los custodios dejados por el Cisen en el AGN ¡le negaron el acceso al nuevo director del AGN a esa parte del edificio donde está dicha documentación!
De quedar plenamente abiertos y clasificados los documentos de esas antiguas instituciones de inteligencia y represión hay una gran tarea de la sociedad mexicana: usarlos como materia prima para que, a través de investigadores académicos y periodistas, se exponga a la luz la parte más obscura del régimen pasado. Y no sólo para entender mejor lo que fuimos, sino también para evitar la repetición del tipo de ejercicio del poder anticonstitucional, criminal y corrupto del que México fue víctima en un pasado nada lejano.
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