EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los dientes de don Clemente

Silvestre Pacheco León

Agosto 05, 2006

Desde que dejó por la paz la falsa idea de que la cría de ganado lleva en su nombre la ganancia, don Clemente prefirió el consejo de los hijos: “Deje ya de seguirse acabando el monte. La ganadería lo único que deja son cerros pelones”. Sin embargo fue fácil convencerlo porque aseguraba que el ganado era lo que le permitió sacar adelante a la familia.
Y es que don Clemente se afanó en el único trabajo que conocía y que tenía a su alcance: tumbar, quemar, cercar y sembrar pasto. No tenía ganado propio pero era fácil conseguirlo a medias. En la costa nunca faltaba el ganadero que ofreciera cabezas de ganado a medias. El plazo mínimo era por tres años y el mediero se obligaba a cuidar el ganado como propio, “llueva o truene” se tiene que velar porque todos los días coma y beba agua. El dueño solamente se ocupa de ir de vez en cuando para ver las condiciones del ganado. Pone la medicina y paga el veterinario cuando algún animal lo necesita y el aviso llega a tiempo de salvar al animal.
El mediero debe estar siempre atendiendo el ganado, “y siquiera estuviera asegurada la lluvia para que no escasee el pasto”, pero en los malos temporales quien pierde más es el mediero porque se ve obligado a rentar potreros a su costo y a pagar también el acarreo del agua a los bebederos.
Al mediero le toca vacunar y bañar al ganado, pero el trabajo no lo hace sólo, es preciso alquilar peones. El caso es que para mantener limpios los potreros de lo que se llama “mala hierba”, se compra el líquido, se alquila al que fumiga y se paga renta de la bomba. El desmonte, en cada temporada, es algo obligado, lo mismo el reposteo de las cercas. Total que para atender 50 cabezas un vaquero diario basta, pero los otros trabajos requieren apoyo.
En parte por la edad avanzada, en parte por las cuentas que le hicieron sus hijos, don Clemente se sintió vencido y sin argumentos para contradecirles: “Es más barato para nosotros que usted no haga nada, que estarle mandando dinero para los peones. Déjenos mantenerlo”, le dijeron.
Las cuentas decían que si en los gastos metía el salario de peón que gana 150 pesos, a él le correspondía, por su trabajo diario, en tres años, 164 mil 250 pesos, más los otros gastos ya enumerados, la inversión sumaba poco más de medio millón de pesos. Si por el contrario, las 50 vacas recibidas a medias, en tres años le producían a él la cantidad de 75 becerros, con un precio promedio de 4 mil pesos, vendidos cada temporada, le daban en total 300 mil pesos.
Es decir que el único ganancioso en este negocio era el ganadero, pues con medio millón de pesos que vale el hato de 50 vacas, en los tres años ganaba una vez y media por cada cabeza dada a medias.
De nada le valió a don Clemente argumentar que, a su entender, también era ganancia auto emplearse los 365 días al año con el salario de un peón, pues el argumento de que toda su parcela en pocos años quedaría erosionada por el desmonte para hacer potreros, era contundente. Eso lo sabía don Clemente pero con nadie lo platicaba. El veía cómo cada año el tiempo cambiaba, hasta los animales se alejaban o escaseaban por falta de comida.
Al final don Clemente aceptó sin chistar el consejo de los hijos quienes, lejos de seguir su ejemplo en el ejido, buscaron la oportunidad de marcharse a Estados Unidos para ganarse allá la vida que en su pueblo no conseguían.
El problema fue que, ya de viejo, don Clemente dejó de encontrarle chiste a la vida. El tiempo que antes dedicaba a campear, ahora lo consumía jugando baraja y dominó, las únicas distracciones en las que se ocupa la gente del pueblo.
Fue en su retiro de la vida productiva cuando pasó con don Clemente lo que en seguida les cuento:
A Chico lo conocemos en el pueblo porque es de veras vago para el juego de baraja. Le gusta jugar albures y se junta con señores que apuestan bien, hasta de 500 pesos la carta.
Chico no tiene dinero, pero la fama de jugador lo lleva a pedir prestado para su vicio. La gente le confía porque las más de las veces gana y paga bien, tanto que hasta propina deja.
No, no hay casi en que entretenerse. La bebida es lo más socorrido para la gente de cualquier edad, claro, para los hombres, porque las mujeres todavía se comportan a la antigüita, nomás viendo el modo de que la familia salga adelante. Creo que eso es lo único que nos salva.
En el pueblo no falta dónde juntarse para jugar baraja y dominó. Nadie te cobra por eso pero no puedes estar jugando si no bebes o fumas, algo tienes que consumir. Ese es el negocio para el casero.
Esa tarde Chico llegó a mi mesa donde estaba tomándome una cerveza. Me dijo que no tenía dinero y que quería jugar. Le presté 200 pesos.
No pasó mucho tiempo cuando empecé a recibir en la mesa las cervezas que Chico me mandaba como señal de que estaba ganando. A mí me convenía porque la bebida me estaba saliendo gratis, así que me quedé hasta bien tarde.
Los jugadores terminaron antes. Entonces Chico se levantó del juego y llegó hasta mi mesa con otra ronda de cervezas. Me presumió el fajo de billetes que había ganado y me pagó el préstamo con un billete de cincuenta dólares. Le dije que no tenía cambio y me respondió que todo era para mí.
Ya borracho me fui para la casa con el pago en la bolsa. Fue al otro día, ya entrada la mañana cuando me acordé de lo sucedido en la noche y rápidamente busqué en mi camisa. Sí, allí estaba el billete verde, y no era falso, pero al revisarlo me di cuenta de que tenía letras manuscritas en la orilla. Las letras decían: “Para los dientes de mi papá”.
Ya en la tarde me encontré con Chico y le pregunté a quien le había ganado los dólares. “A don Clemente” –me dijo– “…y no era el único billete que tenía porque vi varios iguales, con las mismas letras que nadie leyó mientras jugábamos”.
A don Clemente le faltan los dientes de la quijada de arriba. Sus hijos le ofrecieron que se los pondrían de oro cuando se fueron al norte. Y lo cumplieron después de varios años. Cada hijo puso una parte igual para pagar al dentista.
Nadie sabe cuál fue la razón de la leyenda que los hijos escribieron en los billetes que le mandaron al papá. Unos dicen que era la advertencia para que no cayera en la tentación de desviar a otros gastos el dinero reunido con tanto esfuerzo. Otros, que se trataba de garantizar que el enviado con el dinero, lo entregara completo.
Nadie se encargó de aclarar lo sucedido, pero en el pueblo todos saben que don Clemente apostó y perdió el dinero que sus hijos reunieron para completarle la dentadura.
Los criticones, que no faltan, dicen que cuando menos don Clemente no ha echado mentiras a sus hijos para que le repongan el dinero que perdió, y entonces recuerdan el caso de don Onorio que también, como don Clemente, perdió la escopeta nuevecita que sus hijos le regalaron con los primeros dólares que pudieron ganar.
Don Onorio también la perdió en una apuesta de baraja, pero con un chismito logró que sus hijos se la repusieran. Eso a pesar de que allá en el otro lado luego a otro día se supo que el arma la perdió en las apuestas.
“Vieja –le dijo don Onorio a su mujer– quiero que le hables a mis hijos para que les digas que la escopeta me la quitó la judicial, y que me la repongan.
Doña Chona que es muy obediente y sabe las consecuencias violentas que tiene para su integridad desobedecer al marido, aceptó sin remilgos su viaje hasta la cabecera municipal para hacer la llamada telefónica a Nueva York, y sucedió lo que el marido ya se temía: la verdad había llegado más pronto de lo que tardaron en llamar, pero todo estaba fríamente calculado.
Doña Chona cumplió al pie de la letra las instrucciones del marido: “ya ven hijos cómo son las gentes del pueblo, tan envidiosas. No es cierto lo que dicen. Su papá venía por el camino después de trabajar en la parcela, y al llegar al pueblo, se encontró con los judiciales. Le quitaron el arma y damos gracias a Dios que no se lo llevaron”. Los hijos, como debe ser, creyeron más a su mamá que los “chismes” del pueblo. Así, don Onorio pudo en poco tiempo reponer la escopeta que una mala tarde apostó en la baraja. Como ven, son cosas de pareceres.