EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los estragos de la militarización

Tlachinollan

Diciembre 04, 2017

A dos días de que el Ejército mexicano cumpliera, hace 43 años, la orden del presidente de la República Luis Echeverría Álvarez de capturar vivo o muerto al profesor Lucio Cabañas Barrientos, el Congreso federal aprobó la nueva Ley de Seguridad Interior impulsada por el secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda  y avalada por el presidente de la República Enrique Peña Nieto.
El 2 de diciembre de 1974 más de 25 mil soldados pertenecientes a siete batallones de infantería fueron desplegados en la sierra de Guerrero para abatir al maestro Lucio Cabañas y acabar con la red de apoyo que la brigada campesina había encontrado en las comunidades rurales. Para el gobierno mexicano esta acción letal contra el movimiento guerrillero de Lucio Cabañas no tuvo ninguna consecuencia jurídica ni política, más bien utilizó todos los recursos legales para justificar esta acción criminal.
Esta infamia del Ejército ha dejado una marca imborrable en la memoria del pueblo guerrerense. Más de 600 desaparecidos han sido documentados por las mismas familias que hasta la fecha siguen buscando a sus seres queridos. En la Costa-Montaña hay un número indeterminado de personas que fueron capturadas y ejecutadas por el Ejército. Hubo comunidades arrasadas con el fin perverso de destruir cualquier indicio que alentara la protesta social y la denuncia pública contra estas atrocidades.
Para la clase política la época de la guerra sucia son años que han sido borrados de los anales de la historia oficial. Son fechas que ignoran y héroes que estigmatizan. Los estragos que conlleva la militarización: desapariciones, ejecuciones, desplazamientos forzados, tortura de líderes sociales y un ambiente de terror en las comunidades rurales de la Costa Grande, Montaña y Costa Chica, son páginas que han sido arrancadas violentamente para borrar de la memoria colectiva esta época oscura y tenebrosa protagonizada por el Ejército mexicano.
Los soldados de nuestro país han participado durante décadas en tareas de seguridad pública, pero sobre todo en acciones represivas contra la protesta social. Guerrero fue el laboratorio de una estrategia de guerra de contrainsurgencia para contener el movimiento social y la lucha armada. El Ejército no sólo tuvo un despliegue a lo largo y ancho del estado sino que también tomó el control de la seguridad pública; los militares desplazaron a las autoridades civiles para imponer un modelo de seguridad militarizado. Las consecuencias han sido funestas porque a lo largo de cuatro décadas nuestra entidad se ha desfondado por el alto número de homicidios que acontecen en nuestras siete regiones. Paradójicamente la militarización en lugar de ser garante de la legalidad vino a ser un agente que propició un ambiente de permisividad, inseguridad y mayor violencia. Como agentes armados del Estado vinieron a causar graves violaciones a los derechos humanos. Su autoridad bélica alcanzó mayor jerarquía y por ende sus acciones fueron incuestionables e impunes.
Desde aquellos años de la guerra sucia se han documentado casos de desaparición forzada como el de Rosendo Radilla, ocurrida el 25 de agosto de 1974, quien luego de ser detenido por elementos del Ejército fue llevado a un cuartel militar. Hasta la fecha se desconoce su paradero. Ante la negativa del gobierno mexicano a que esta desaparición fuese invesrigada por autoridades civiles, los familiares de Rosendo Radilla llevaron el caso hasta  la Corte Interamericana de Derechos Humanos que emitió una sentencia paradigmática contra las autoridades militares. La Corte ordenó que la jurisdicción militar no debe aplicarse en casos de violaciones a los derechos humanos de civiles. Por lo mismo, las personas que son víctimas de delitos y violaciones a los derechos humanos cometidos por el Ejército, tienen el derecho a una investigación de naturaleza civil donde puedan hacer efectivos sus derechos a la verdad y la justicia.
En el 2010 la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió tres sentencias en contra de México por casos relacionados con la jurisdicción militar y que lamentablemente fueron cometidos en territorio guerrerense. Se trata de los casos de Inés Fernández Ortega, Valentina Rosendo Cantú y de los campesinos ecologistas Teodoro Cabrera y Rodolfo Montiel. Tanto Inés como Valentina fueron víctimas de tortura sexual por parte de elementos del Ejército mexicano, mientras tanto en el caso de  Teodoro y Rodolfo la Corte determinó la responsabilidad  internacional de México por la detención arbitraria y tratos crueles y degradantes cometidos en contra  de los campesinos ecologistas.
Otro caso acaecido en la región de la Montaña de Guerrero fue el de Bonfilio Rubio Villegas, joven indígena del pueblo nahua, quien fue ejecutado extrajudicialmente por elementos del Ejército mexicano en 2009. La investigación de este crimen se realizó en la jurisdicción militar. Sin embargo con el apoyo de la familia impugnamos esta decisión y obtuvimos un amparo histórico en el que por primera vez un juez (es decir, una autoridad civil) decidió que la extensión del fuero militar a casos de violaciones de derechos humanos –como el de Bonfilio– era inconstitucional y ordenó que esa investigación se enviara a las autoridades civiles. El caso de Bonfilio es relevante porque dio lugar a la primera decisión nacional en un caso contencioso en que se estableció la inconstitucionalidad del artículo 57 del Código de Justicia Militar.
Hace 11 años el presidente Felipe Calderón anunció como una medida temporal y urgente el mayor despliegue de las fuerzas armadas para combatir a la delincuencia organizada y asignarles funciones de seguridad pública en el territorio nacional. Esta acción no fue otra cosa que militarizar la seguridad pública en nuestro país. El presidente argumentó que la presencia militar era necesaria hasta que las fuerzas policiales pudieran asumir profesionalmente sus funciones, reiteró que la capacidad de violencia de los grupos del crimen organizado hacían necesaria la presencia de los soldados en las calles.
En este sexenio del presidente Enrique Peña Nieto, a pesar de anunciar cambios en la estrategia de seguridad en el país, no hubo resultados favorables para fortalecer a las fuerzas policiales y más bien mantuvo en los hechos la misma estrategia bélica de desplegar a los soldados en tareas de seguridad pública y en operativos contra el crimen organizado.
La presencia de soldados en las calles ha venido a suplantar a las policías de los tres niveles de gobierno, para que sean ellos quienes se encarguen de combatir la delincuencia. Para todos es claro que los soldados están entrenados para combatir al enemigo mediante el uso de la fuerza y no están formados para disuadir o investigar delitos mucho menos para interactuar con la población. La historia de Guerrero está marcada por esta guerra de contrainsurgencia que los militares aplican al pie de la letra contra la población civil que se organiza y protesta y que es catalogada desde la mirilla militar como una amenaza a la seguridad nacional.
Ante la grave crisis de derechos humanos que ha dejado un saldo de más de 130 mil homicidios y una suma oficial de 32 mil personas desaparecidas en estos 11 años, el presidente de la República en lugar de atender las recomendaciones de la Organización de las Naciones Unidas y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ha preferido plegarse a la línea dura impulsada por las élites militares y políticas. En esta lucha impulsada desde el dolor y la exigencia de justicia y verdad por parte de centenas de familias de personas desaparecidas que lograron a pulso la aprobación de la Ley General de Desaparición Forzada el pasado 16 de noviembre, han interpretado como una acción que revierte las conquistas alcanzadas en la protección de los derechos de las víctimas, la aprobación por parte del Congreso federal de la Ley de Seguridad Interior, que por la vía de los hechos da manga ancha al Ejército para que viole los derechos humanos.
La nueva Ley de Seguridad Interior es una amenaza para la población que ante la cerrazón política y la nula atención a las demandas sociales, se ve orillada a salir a las calles para ejercer su derecho a la protesta. Esta ley permite a las fuerzas armadas intervenir contra las protestas sociales, cuando a su arbitrio éstas puedan considerarse no pacíficas, conforme lo estipula el artículo 7. También se le dan a las fuerzas armadas facultades de policía, al establecer que podrán realizar acciones preventivas a su arbitrio de acuerdo con el artículo 6. Fomenta la opacidad al determinar genéricamente que toda la información sobre medidas de seguridad interior será confidencial, conforme al artículo 9.
Por otra parte adscribe las acciones de seguridad interior a la Secretaría de Gobernación, como lo expresa el artículo 19, abriendo con ello la puerta para que se politice la seguridad y más bien se actúe bajo consigna contra los movimientos que la autoridad en turno catalogue como una amenaza a la estabilidad social y política. Es preocupante que esta ley omita la disposición de que las autoridades estatales y municipales tengan que fortalecer a sus policías civiles en tiempos concretos y conforme a metas precisas para garantizar el retiro progresivo de las fuerzas armadas. También fomenta la intervención militar en áreas de inteligencia civil, quedando más inermes a las acciones bélicas que catalogan a las ciudadanas y ciudadanos como enemigos. Lo más grave es que esta ley crea un mecanismo de militarización permanente de la seguridad pública que contraviene a todas las recomendaciones de la ONU que ha señalado la urgencia de desmilitarizar la seguridad pública y presentar un plan para el retiro progresivo de las fuerzas armadas de las calles. Esta misma ley entrega al presidente de la República poderes extraordinarios para intervenir con el Ejército en todo el país, sin contar con controles civiles adecuados y por otro lado la información de las operaciones de seguridad interior puede ser clasificada como información de seguridad nacional, y por lo mismo determinar que es reservada y que no puede conocerse en detrimento de la seguridad de los ciudadanos y ciudadanas.
Para la población guerrerense esta Ley de Seguridad Interior viene a ser una amenaza mayor para el movimiento social que ha logrado avanzar en la lucha por la democratización de nuestro estado y en la defensa de los derechos humanos. Este retroceso nos coloca en los años aciagos de la guerra sucia donde el Ejército, por órdenes presidenciales tuvo permiso para matar y violentar de manera masiva los derechos humanos.