EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los intocables

Jorge Zepeda Patterson

Marzo 14, 2005

 

El Presidente, la Virgen de Guadalupe y el Ejército eran temas vedados para los periodistas hasta hace algunos años. Es ampliamente sabido que muchos reporteros o articulistas perdieron la chamba por haberse metido con la religión, el soberano o los militares. Todo esto cambió en los últimos años. La posibilidad de cuestionar al poder político, incluyendo al jefe del Estado, ha transformado radicalmente las relaciones de la prensa con el poder y, por ende, con la sociedad.

Los viejos mecanismos de control, que aseguraban la subordinación de la prensa, se han desmoronado. Durante años, los periódicos vivieron domesticados y controlados por una doble estrategia tan compleja como completa. El Estado ejercía el monopolio del papel periódico (era dueño de las fábricas nacionales y desalentaba la importación mediante aranceles prohibitivos o simplemente prohibidos). Vulneraba la autonomía de las empresas periodísticas mediante el control de los sindicatos o cooperativas, y en muchas plazas regenteaba los sindicatos de voceadores responsables de la circulación. Por la vía fiscal solía hostilizarse a todo medio que transgredía los límites de la censura política. Y desde luego, la otra tenaza de la pinza era el famoso chayote, los sobres capaces de comprar la conciencia de reporteros, columnistas y propietarios. “Por las buenas o por las malas” el Estado se aseguraba el control de la información.

Todo esto ha cambiado. Hoy en día el periodismo vive un festín de libertad y autonomía como no lo había experimentado en la historia del país. Nunca como ahora, la prensa ha estado en condiciones de cumplir cabalmente con su misión para expresar y defender los intereses de la comunidad. Por vez primera la autocensura no limita el desempeño profesional en la cobertura informativa sobre los actos de un gobernador, un presidente o un secretario de Estado.

Pero justo ahora, cuando los periodistas venimos saliendo de esa zona oscura y opresiva que representaba el control del Estado, aparece un nuevo hoyo negro, más terrible e intolerante que el anterior: el crimen organizado.

En los últimos años muchos periodistas han aprehendido de la peor manera posible los riesgos que implica denunciar la corrupción policiaca, el narcotráfico o las bandas organizadas. Hasta hace unos diez años los ataques a los profesionales de la información procedían del poder político: gobernadores o funcionarios con poder que amenazaban o desaparecían a reporteros que se habían salido del guacal.                                 Pero eran circunstancias excepcionales, anomalías dentro del mecanismo férreo de control. Poco a poco los políticos han aprendido que el costo de tocar a un periodista es demasiado alto y con frecuencia el escándalo resultante es más dañino que la nota que originó su molestia.

No es el caso del crimen organizado (o desorganizado, para el caso). A diferencia de los políticos, a los cárteles no les importa la factura política que representa asesinar a un periodista incómodo. Les tiene sin cuidado ser impopulares.

Al principio este problema se circunscribió al territorio del narco: Sinaloa, Tijuana, Ciudad Juárez, Guadalajara. Pero a medida en que el consumo de droga se fue diseminando en todas las ciudades, la agresión a los periodistas se extendió a todo el territorio. Cada vez es más frecuente que todo reportero que aborda el preocupante tema del narcomenudeo en torno a una escuela suela recibir amenazas anónimas. Informar sobre el aumento en el robo de automóviles o sobre la incompetencia de los judiciales en cualquier ciudad entraña enormes riesgos para el reportero, porque en última instancia está refiriéndose, sin saberlo, a las mismas bandas policiacas que dan protección al narcotráfico.

El crimen organizado constituye un poder autónomo que está por encima de la ley y, obviamente, de la prensa. No hay defensa en contra de un sicario que atenta contra un reportero. Después de Colombia, México es el país en que los periodistas enfrentan los mayores riesgos. En los últimos dos años, la cifra de asesinatos y amenazas de muerte ha escalado y no se perciben cambios en este historial sangriento.

En este momento las comisiones de derechos humanos, a nivel federal y estatal, tienen en su poder un cúmulo de denuncias de parte de reporteros por amenazas y ataques procedentes de esta zona oscura. El Estado carece de respuestas y se encuentra totalmente desbordado frente el crimen organizado.

Corremos el riesgo de que la autocensura vuelva a enseñorearse de los espacios informativos. La prensa hará un pobre papel si en aras de su propia protección comienza a silenciar y ocultar problemas sustanciales que atañen a todos, tales como la inseguridad pública, la corrupción policiaca o la drogadicción en nuestras escuelas.

El periodismo mexicano pasa por una extraña paradoja. Por un lado, la democracia le ha otorgado un aparente período de oro pues ha conquistado una libertad política que nunca antes había tenido. Pero del otro, se encuentra bajo una amenaza creciente de parte del crimen organizado capaz de silenciar su voz. En última instancia es un ataque en contra de la sociedad en su conjunto y su derecho a estar informada de los problemas que le atañen. El crimen organizado está consiguiendo lo que el Estado ya no pudo sostener: ejercer la censura en los medios de información.

 

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