EL-SUR

Jueves 02 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los nombres de mis vecinos

Silvestre Pacheco León

Octubre 31, 2022

 

Es un ejercicio de memoria recordando los nombres menos comunes de mis vecinos con quienes conviví y por eso puedo dar cuenta de los rasgos más generales de cada uno, todo con la idea de que con ellos se puede suponer algunos antecedentes intelectuales de sus padres y de la sociedad provinciana a medio siglo de distancia, pues estaremos de acuerdo que en la progenie no ha sido nunca un asunto menor pensar y resolver el nombre que nuestros hijos e hijas portarán durante toda su vida, aunque la experiencia nos diga que hubo un tiempo en que la mayoría se guiaba por los nombres de santos marcados en la fecha del calendario sin reparar en su significado y satisfechos solo con saber que eran personas santificadas por la Iglesia católica cuya gracia recaía en quienes nacían para recordarlos.
Un poco semejante a lo sucedido con el nombre de héroes que reciben las escuelas, los cuales son recordados de por vida por los estudiantes sin jamás haber investigado sus méritos.
Solo los paganos, a los ojos de los religiosos, optaban por nombres distintos a los contenidos en el calendario católico, o en el almanaque conocido como Galván que se introdujo a México desde tiempos de la Colonia, los cuales, entre otras cosas, reflejaban el grado de cultura o las aspiraciones de los padres a través de su hijos.
Pero el hecho interesante es que a través de los nombres uno puede aventurarse a imaginar las razones que influyeron en los padres a la hora de decidir cómo nombrar y registrar a sus hijos, en el entendido de que lo más inmediato de esas decisiones tienen que ver con el deseo de perpetuar el abolengo.
En Quechultenango, empezando por mi propia familia, mi abuelo Lorenzo cuya ocupación de comerciante y arriero le permitía estar en relación con las sociedades de la Costa Chica, la región Centro y la Montaña, lo cual no lo distrajo para asegurar que sus hijos aprendieran a leer y escribir mediante un profesor particular contratado para esos fines, puso de nombre a sus hijos, Sirenia, Custodio y Sidonio. Salvo a mi padre que se llamó Vicente, nombre común y muy repetido en la familia de nuevas generaciones en honor y reconocimiento del bisabuelo materno recordado porque fue quien llevó al pueblo el arte de fundir metales para hacer las campanas de las iglesias de la comarca, don Vicente León, aunque mi madre insiste que ese apellido que luego heredamos en realidad era un apodo por su porte, pues en realidad el original era Vicente Vargas Corona.
El caso es que de parte de mi abuelo paterno, los nombres de la mayoría de sus hijos, aunque en lo personal me parecen atractivos, no se repitieron en las amplia descendencia de los Pacheco.
Sin embargo mi nombre ahora supe que fue una concesión que mi padre hizo a mi madre, quien quiso recordar así a un joven admirado y popular montador de toros, nacido en Mochitlán que tuvo un triste final en un jaripeo.
Yo no recuerdo si por vanidad o atendiendo a la insistencia de mi mujer en aquella época temprana en la que toda pareja quiere quedar bien entre una y otro, estuve de acuerdo que mi hijo varón se registrara con mi nombre.
Bueno, ya entrados en materia y haciendo un recorrido mental por las calles cercanas a nuestra casa recuerdo a don Valeriano, un señor menudo y contrario al sonoro nombre que daba para una persona alta y corpulenta, pero era un industrioso de la pólvora con la que hacía cohetes y cámaras para darle a las fiestas del pueblo la calificación correspondiente de acuerdo al estruendo de sus artefactos.
Don Valeriano además de cuetero se dedicaba a la curación porque también era chamán y pertenecía a una cofradía de curanderos, como lo descubrió la antropóloga francesa profesora de la UAG y del INAH Francoise Neff Nuixa.
En esa misma calle de Las Flores vivía don Palemón, dedicado al campo y muy conocido porque siempre tenía en su casa una buena andana de leña seca para vender en aquella época en la que se desconocía una manera distinta de cocer los alimentos que no fuera con la lumbre de leña seca prendida en el tlicuil o brasero.
Don Palemón era vecino de Aquileo, un hombre que se desempeñaba como buen árbitro en los partidos de basquetbol y murió siendo comandante de la Policía Rural aniquilado por un delincuente mucho más rápido en disparar frente a frente.
El nombre de Nieves era de una señora que vivía en la calle de la iglesia, en una casa muy cerca del río con un jardín siempre floreado y llamativo con su hija Blanca.
Del barrio de Manila era doña Ñoña, una comercianta de gallinas que siempre necesitaba de ayuda para cargar sus tecolpetes desde la terminal de autobuses a su casa, dando siempre buenas propinas.
La vendedora de mezcal más conocida en el pueblo cuya casa estaba siempre ocupada por clientes y teporochos que solo cuando los corría se iban, era conocida como Tía Liachi y no creo que haya quien pueda descifrar su nombre verdadero.
En un extremo de la calle más larga de mi pueblo que une al barrio de Manila con el de Las Brisas, antes conocido como La Grupera, vivía don Pomposo, un matancero que heredó su nombre a su nieto quien resultó un buen montador de toros. El papá de Pompo se llamaba Bardomiano y su otro hijo, Epifanio.
En el otro extremo, en el barrio de Campo Santo vivía Abdías, un señor festivo y ocurrente que siempre se vestía de Mahoma en la danza de los Moros. Disfrazado y con máscara pero siempre identificado, lo ocupaban para tener a raya a los niños que invadían los límites de la cancha impidiendo a los de atrás la vista de la danza.
Mahoma entraba de pronto a la cancha arrastrando unas ramas de chichicastli, cuyas hojas dan una tremenda comezón a quien las toca.
En ese mismo barrio vivía don Apolinar Godínez, hombre visionario que a tiempo descubrió que los descendientes directos de los Yopes pronto regresarían a la cabecera municipal para recuperar el poder que una vez les quitaron los ladinos de Quechultenango.
En la colonia Insurgentes, mejor conocida como Las Cuijas por lo desolado del lugar que el ejido destinó para el crecimiento de la cabecera, vivía Miano, un señor alto, callado y buen albañil que hizo su propia casa en la loma, la primera de adobe y teja con una minúscula ventana que la hacía aparecer como una cárcel.
El más antiguo habitante de ese lugar se llamaba Macario.
Don Gobén, vecino de don Pánfilo el huesero vivía muy cerca del primer puente que hubo en la carretera para cruzar dentro del pueblo la barranca de Pololapa. Era un señor chaparrito y bigotón de pelo hirsuto y voz ronca.
Esos son los nombres sobresalientes que recuerdo de mis vecinos que conocí en los primeros 16 años de vida que pasé en Quechultenango.