EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los padres de Ayotzinapa: Ezequiel Mora

Tryno Maldonado

Agosto 30, 2022

A la memoria de don Cheque.

Justo en la víspera del Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, Ezequiel Mora, padre de uno de los 43 normalistas desaparecidos por el Estado mexicano, murió a causa de un infarto.
No es la primera muerte que los familiares de los 43 estudiantes han padecido desde la noche del 26 de septiembre de 2014. Pero tampoco es casual. Se trata de muertes sistemáticas. El desgaste físico, emocional y económico que las familias de los normalistas han tenido que aguantar en su lucha por verdad y justicia contra el Estado mexicano durante los últimos ocho años, los ha llevado a extremos inimaginables.
Don Ezequiel es el sexto padre de los 43 que fallece a causa de los padecimientos agravados a raíz de la desaparición forzada de sus hijos.
La desaparición forzada es una herramienta de tortura y desgaste del tejido social que los estados autoritarios emplean para minar las resistencias, los pueblos organizados y las luchas. Ayotzinapa, un crimen de lesa humanidad dirigido a exterminar no sólo a 43 normalistas rurales, sino a un grupo completo de familias de campesinos y trabajadores, es la memoria más dolorosa que México ha experimentado recientemente. Y parece que el afán de los gobiernos por burocratizar y regatear políticamente la justicia para ellos y ellas no conoce fin.
Alexander Mora Venancio, hijo de Ezequiel, siempre tuvo en miras el propósito de volverse un profesor rural. Lo había intentado en 2013, sin éxito. Ezequiel estuvo en todo momento en contra de que entrara en la normal de Ayotzinapa. Alexander había cursado un año de la licenciatura de derecho en una filial de la Universidad Autónoma de Guerrero cercana a su pueblo, El Pericón. Ezequiel opinaba que ahí debía continuar.
“Papá, dele otra oportunidad a Chande”, dijo su hermana Zaer una noche después de cenar una morisqueta con los restos de la comida del día al lado de su padre Ezequiel.
Zaer, una de las dos hermanas de Alexander, su mejor amiga. Desde que murió Delia, su madre, no había nadie más unido que Zaer, de 18, y Alexander, de 19. Se protegían mutuamente. Hacía cinco años que vivían en casa de su abuela Brígida.
“Ya se la di”, dijo Ezequiel cansado del tema. “Le di la oportunidad de irse a Ayotzi y no la aprovechó”.
“Mis dos hermanos van a echarnos la mano desde Michigan”, dijo Zaer. “Por el dinero no se preocupe”.
Los dos y hasta tres turnos de Ezequiel conduciendo un taxi modelo Tsuru de su patrón, iban a ser insuficientes para enviarle recursos a Alexander. Entre los muchos que albergaba en su interior, ese era el mayor temor de Ezequiel. Que sus hijos quedaran expuestos a algún peligro lejos de él. Había criado a sus ocho hijos en un cerco imaginario de protección que funcionaba por temores infundados y prejuicios, casi nunca amenazas reales del mundo exterior. Era una forma inconsciente de mantenerlos alejados del riesgo y cerca del entorno familiar desde la muerte de su esposa Delia.
Alexander y sus hermanos crecieron con cierto recelo del mundo comprendido más allá de la comunidad de El Pericón. Quién sabe de dónde se le había metido a Alexander la idea de largarse a Ayotzinapa. Ezequiel no pensaba mandar a su hijo a esa olla de criminales, pensaba él, ese hervidero de amapola y goma de opio que, creía él, cercaba la zona de Tixtla donde se ubica Ayotzinapa. No, señor. Era así como pensaba Ezequiel. Por eso, les decía Ezequiel a sus hijos, era mejor mantenerse al resguardo de la casa, abrazado a las enaguas de la abuela Brígida.
“Dele una oportunidad a Chande”, insistió Zaer.
Ezequiel se quitó el sombrero, se secó la frente con el antebrazo y renegó.
“Pero que conste que me opuse a que se fuera a Ayotzinapa”, dijo por último.
Zaer dio un salto de la silla y casi la tira al suelo. Abrazó a su padre y salió corriendo a casa de su abuela Brígida para buscar a Alexander.
El último día que Ezequiel pasó con su hijo Alexander fue el 15 de septiembre de 2014. Asistieron al grito de Independencia en la plaza cívica de Tecoanapa con Zaer y otro de los hermanos.
Cuando Ezequiel vio llegar a Alexander ese día con la cabeza a rape, entrecerró los ojos para verlo mejor.
–¿Y ahora, tú?
Alexander se tocó la cabeza abochornado.
–¿Te agarraron los alcohólicos anónimos, Chande?
–¡Ora, jefe! –respondió Alexander, desviando la mirada, con las mejillas encendidas. No se manche… Es una regla de la escuela.
Ezequiel se rió con ganas.
Después de la fiesta de Independencia, Alexander, su hermano mayor y Ezequiel durmieron en el taxi Tsuru en el sitio de Tecoanapa. Decidieron no volver por la noche. Era muy peligroso, dijo Ezequiel.
Salieron temprano rumbo a Chilpancingo a encaminar a Alexander. Con cuidado de que Alexander no se enterara, Ezequiel debió lidiar con su orgullo y pedirle prestados 600 pesos a uno de sus colegas taxistas. No quería que Alexander se fuera a Ayotzinapa sin un peso en la bolsa. Podrían ocurrir tantas cosas en el camino…
Cuidado, Chande. Cuidado, hijo.
Es lo que hubiera querido decirle Ezequiel a Alexander para tratar de disuadirlo por última vez antes de que abordara el Estrella de Oro 1531 en Iguala, en el que lo levantó y lo apaleó la policía aquella noche del 26 de septiembre de 2014.
Cuidado, hijo. No dejes que te muerda la perra con rabia, mi Chande. Cuidado con la perra con rabia.