Lorenzo Meyer
Febrero 22, 2021
AGENDA CIUDADANA
Hoy comentaristas y opositores deploran un discurso oficial polarizante. Sin embargo, la raíz de esa polarización no es discursiva sino social. En el pasado las visiones elaboradas desde el poder se usaron para ocultar lo brutal de una estructura clasista muy descompuesta. Hoy hay que usar el discurso para empezar a cambiar la realidad.
El discurso del poder puede elegir entre poner su acento en los problemas difíciles de resolver o tender un velo sobre ellos. De tarde en tarde la contradicción entre la idealización y la realidad llega a un punto de crisis, el velo se rasga y la dureza de la realidad se revela plenamente y la política entra en un período de turbulencia, como es el caso hoy.
La polarización en el México político de hoy se puede interpretar como el desvelo de una división original, histórica, que no se ha podido borrar en los dos siglos de construcción de la nación independiente. La superación del discurso dicotómico –mayoría explotada y minoría súper privilegiada– no está en modificar la expresión verbal del reclamo sino en modificar la ruta seguida tras abandonarse el esfuerzo cardenista por eliminar la deformidad del cuerpo social mexicano tan claramente expuesta por don Andrés Molina Enríquez en 1909. Una lección que encierra nuestro pasado es que los empeños por mantener privilegios que los valores de una época ya no aceptan –los de la minoría peninsular al final de la época colonial, la gran acumulación de bienes terrenales de la Iglesia católica, la expansión del latifundio, la posición dominante de la inversión extranjera o la explotación extrema de los asalariados en el arranque de la industrialización, etc.– llevaron a estallidos de violencia que pudieron haberse evitado o negociado antes de llegar a puntos de no retorno.
Durante la colonia abundaron las pugnas en la cúspide y las clases subordinadas manifestaron su descontento por su cuenta y a nivel regional. Esto cambió a partir del vacío de poder creado por la invasión napoleónica de la Península Ibérica y su repercusión en la Nueva España. La polarización entre las élites se exacerbó y culminó en una lucha en la que entraron de lleno las clases populares. A lo largo del turbulento siglo XIX la polarización y el choque violento fue una constante y casi siempre con intervención popular. Con la restauración de la República en 1867 se impuso la hegemonía liberal y el largo dominio del general Porfirio Díaz. En medio de un discurso de unidad se alentó la exacerbación de la gran constante: la dicotomía social. La pax porfírica fue la tapa de una olla de presión y la séptima reelección de Díaz llevó al estallido. El discurso de unidad porfirista sólo sirvió para adormecer a su dirigencia.
El régimen de la Revolución Mexicana, también autoritario, se especializó en un discurso donde un partido dominante y una presidencia fuerte pretendieron haber encontrado la fórmula para disolver los antagonismos entre una nueva minoría privilegiada y la mayoría de siempre. La sacudida del movimiento de 1968 y la posterior crisis de todo el modelo económico echaron abajo ese supuesto consenso y abrieron el camino al multipartidismo. Sin embargo, ese pluralismo partidario se ha ido acomodando al modo dicotómico de antaño y la persistencia de la división histórica ya es innegable.
Si hoy surgiera, de nuevo, la violencia por inconformidad de las clases subordinadas o por la resistencia al cambio de los sectores privilegiados, la situación sería doblemente peligrosa, pues se fundiría con la violencia ya existente: la del crimen organizado.
Frente a la persistencia de la deformidad social expuesta por Molina Enríquez hace más de un siglo, la alternativa es empeñarnos en ignorarla o admitirla y eliminarla.