EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los que no leen

Florencio Salazar

Enero 12, 2021

Penaliza la sencillez de la escritura, a la vez que exalta el valor de una narrativa oscura, hermética, descifrable sólo para los iniciados. Atilio A. Boron.

Todo tiene su antípoda, contrasentido, contrario. Lo opuesto a lo deseable y lo deseable es que todo mundo lea, que haya tantos hornos para hacer libros como si fueran pan. Y que los libros sean arrebatados como las ofertas de los grandes almacenes, por clientes que esperen horas de frío en la madrugada para apoderarse del primer libro al alcance de su mano. Pelear por él, salir con la sonrisa de la victoria, aunque los cabellos hayan sufrido algún agravio.
Pero el mundo ideal es utópico aun para los malvados. Hay tres notorias clases de no lectores: los que por pobreza extrema son analfabetas, las víctimas de la simulación educativa y los satisfechos con las lecturas obligatorias en la educación superior.
Se ha perdido la vocación magisterial. Los gremios pelean por plazas para sus seguidores y familiares, los alumnos –que apenas saben leer y escribir– obtienen calificaciones aprobatorias. Así, no pocos profesores –antes de la pandemia– justificaron su ausentismo. El vocabulario de docentes en las protestas sociales, hombres y mujeres, ha sido de grosera sonoridad. Los resultados, una desgracia: jóvenes estudiantes, en vez de tomar apuntes, mutilan libros en las bibliotecas. Arrancan sin piedad hojas de enciclopedias, libros de difícil recuperación, cometiendo crímenes de lesa cultura con la mano degolladora de la ignorancia. No pocos maestros y alumnos dejan en claro que el huerto de su lectura está poblado de las famosas peras del olmo.
Otros presumen cultura porque son solapípedos (lectores de solapas), aún teniendo grandes y costosas bibliotecas. Elocuente un texto leído en la escuela primaria, posiblemente en tercero. Un nuevo rico se hizo de una gran casa, la llenó de muebles finos y dispuso una sala con biblioteca. Terminada la casa, acomodados los muebles y listos los anaqueles, preguntaron al nuevo rico qué libros quería adquirir. Alguien le sugirió una colección de clásicos. “No es necesario, pinten lienzos sobe los anaqueles, dibujen libros con títulos importantes y eso será suficiente”, fue la contundente respuesta.
Luciano de Samósata (Siria, 125-185 d. C), en su opúsculo Contra un ignorante que compraba muchos libros, es lapidario:
“Te imaginas que comprando afanosamente los mejores libros pasarás por un hombre culto; pero lo que sucede es todo lo contrario, y con ello no haces más que poner de relieve tu ignorancia”.
“Siempre tienes un libro en la mano, pero no entiendes nada de lo que lees; eres como un asno que mueve las orejas cuando oye tocar la lira. Si la mera posesión de los libros bastara para volver sabio a quien los posee, tendrían un precio inestimable, solo los poseeríais vosotros, los ricos”.
Juan Domingo Argüello, en ¿Qué leen los que no leen? dice: Las escuelas han enseñado una literatura impuesta, que el alumno debe aprender de memoria para obtener calificaciones y después de aprobar la materia se olvidan de ella y terminan por aborrecerla.
“En un mundo que privilegia las imágenes de los medios electrónicos y que traslada la importancia de las noticias a quienes les dan lectura o las comentan para el público, al punto de convertirse ellos mismos en protagonistas, para la mayoría de la gente puede resultar incomprensible que la lectura anónima y en soledad de libros, revistas, periódicos y demás publicaciones tenga algún sentido, no ya digamos lúdico, sino tan sólo práctico”.
Y tiene razón. Mi gusto por la literatura –saliendo de la adolescencia– se fortaleció en el primer café librería que hubo en mi ciudad natal, Chilpancingo. En la Dante Alighieri (el dueño se llamaba Virgilio), en la democrática mesa del oloroso local podíamos enterarnos de las novedades, explorarlas y compartir con maestros, poetas, escritores, docentes, con quienes las conversaciones versaban sobre Neruda, Pellicer, José Carlos Becerra; las novelas de José Revueltas, los cuentos de Rulfo. La obra de B. Traven, que leí completa. La lectura morbosa de Las buenas conciencias de Carlos Fuentes y los comentarios en voz baja sobre obras del Marqués de Sade. De pronto se aparecía un culto que hablaba de El Aleph y se deshacía en elogios a Borges. Ahí compré una primera edición de Cien años de soledad, de Editorial Sudamericana, que por desgracia presté. También del Nobel colombiano La triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, este cuento largo visiblemente son dos cuentos, el primero es el título.
Un ambiente propicio hace a un buen lector.