EL-SUR

Jueves 19 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los siglos de Acapulco (III)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Abril 28, 2016

No deshonra a un hombre equivocarse, lo deshonra la perseverancia en el error.
Benito Juárez

Juárez en Acapulco

La voz corre por todo Acapulco, un villorio de no más de tres mil habitantes. Difunde el arribo de un extraño personaje quesque viene a hacerse cargo de la presidencia municipal. El recién llegado busca inmediatamente refrescarse bajo la fronda que ofrecen árboles y palmeras de la plaza principal. Hasta allí llegan algunos acapulqueños curiosos, “mitoteros”, se dirán entre sí.
El hombre se identifica como Benito Juárez García declarándose oaxaqueño, abogado, político y servidor de ustedes. Rechaza enfático venir a ocupar la alcaldía del puerto y pregunta de dónde salió tamaño absurdo. Sencillamente, porque jamás serviría a un sucio dictador como Santa Anna. Por el contrario, enfatiza, vengo a sumarme como soldado a la revolución para echarlo del poder acaudillada aquí, como ustedes saben, por don Juan Álvarez. Corre el año de 1854.
Una porteña, doña Tiburcia Bucha Olea, le acerca un jarro con agua que el recién llegado abreva con desesperación y agradecimiento. La propia dama le sugiere cambiar de indumentaria o de lo contrario “se va a asar vivo con este calor de los diablos”. Ella misma le señala donde adquirir ropa de algodón. Y vaya que el abogado oaxaqueño necesita una remuda con urgencia. Viste traje de casimir negro muy ajustado y gastado, chaleco blanco de lino, corbatín, levita de paño negro y chistera.
El viaje de Juárez al puerto desde Nueva Orleans, vía Panamá, había sido costeado con 250 pesos reunidos por sus compañeros de exilio, causa y trabajo. Laboraban torciendo tabaco mediante una miserable paga de tres centavos por cinco docenas de puros. El barco no hace escala en Acapulco porque Santa Anna mantiene sellada la bocana con dos barcos artillados. Temeraria será por ello la llegada del ex gobernador a bordo de una frágil canoa.
En el mismo escenario de su arribo, el abogado oaxaqueño es informado que Diego Álvarez, hijo de don Juan, a quien él busca, se hospeda en la casa de don Mariano Mirando, “allí, enseguidita” (hoy calle B. Juárez). Se presenta ante el joven Álvarez vistiendo calzón y cotón de manta, prendas que por cierto no usaba desde chamaco. Le explica el motivo de su presencia en Acapulco y aquél no escucha más para llevarlo con su padre a Texca, el cuartel militar del movimiento. Vendrá enseguida el cuento bobalicón de la identificación del indito taimado, bla, bla, bla.

Juárez secretario

El propio Diego Álvarez sugiere a la Junta Revolucionaria que el licenciado Juárez sea nombrado secretario del Ayuntamiento de Acapulco. La propuesta es aceptada de buen grado por la Junta y de igual forma por el alcalde Celestino Castillo, sumado abiertamente a la causa.
Muy lejana la intención de Álvarez de condenar el talento y la experiencia excepcionales de aquel hombre a levantar actas de cabildo. Por el contrario, pretende aprovecharlo para que, en un ambiente propicio y relajado, redacte los documentos que necesite emitir la causa. También, ¿por qué no decirlo?, para que pueda correr la pluma adelantando borradores de las leyes que surgirán necesariamente del movimiento. Juárez, hospedado en la casa de las Mamitas González, hoy plaza Sor Juana Inés, frente al palacio municipal, cumplirá con entusiasmo su misión.

Acapulco de Juárez

El Congreso de Guerrero, a iniciativa del gobernador Diego Álvarez, decreta el 27 de junio de 1873 un homenaje permanente al Benemérito. Que el municipio de Acapulco añada a su denominación oficial el nombre de Juárez. Acapulco de Juárez, pues.

Palacio Municipal

Por mandato de las Leyes de Reforma el antiguo convento de San Francisco y su templo dedicado a Nuestra Señora de la Guía pasan a poder de la Nación. Un inmueble construido en 1604 por frailes de la orden de los Franciscanos Descalzos y cuya labor apostólica se prolongará hasta 1773. El generalísimo Morelos llegará a habilitarlo en 1810 como hospital para sus tropas y será hasta 1885 cuando sea finalmente demolido. “Gracias a los Franciscanos –se dirá–, Acapulco es hoy un pueblo católico”.
El gobierno del estado autoriza al Ayuntamiento de Acapulco a construir en aquel espacio un nuevo palacio municipal, con fondos de la venta de la actual Casa Municipal en la plaza pública (¿edificio Pintos?). Los problemas empezarán en 1888 con la venta de aquél predio de trece y media varas por diecinueve y media varas. Y todo por avalúos tan disparejos fluctuantes entre $850.00 y $3000.00. “¡Jolines, no me vengáis con monsergas” –interrumpe José Fernández, gerente de de la Casa B. Fernández y Cía.–, les doy $2,150.00 y a ver quien es el valiente que ofrece más! ¡Vendido!
El proyecto será consumado finalmente por el alcalde Antonio Pintos Sierra, al poner en servicio la nueva sede gubernativa en el primer minuto del año de 1900. Un caserón de adobe con techumbre de teja con dos aguas y largos corredores exteriores con columnas dóricas. Su frente enjardinado y amplio patio interior. Tendrá su acceso principal por la calle de La Quebrada, a través de una escalinata de 20 escalones o más.
Altamirano

Ignacio Manuel Altamirano Basilio, su madre y otros consanguíneos fueron huéspedes por largo tiempo de la hacienda de La Providencia. Allí el tixtleco asistirá al patriarca Juan Álvarez con importantes quehaceres intelectuales y hará lo mismo con su hijo Diego, gobernador en varias ocasiones de la entidad. Será allí mismo donde trabe amistad con Benito Juárez, Ignacio Comonfort y otros sublevados del Plan de Ayutla. Allí mismo nacerá su querencia por Acapulco.
Nachito, como era llamado cariñosamente, mantendrá desde Acapulco comunicación epistolar con el presidente itinerante Benito Juárez. En una de ellas el autor de Navidad en las Montañas reproduce partes del discurso pronunciado por él en Acapulco, la noche del 15 de septiembre de 1865. La ceremonia tradicional de El Grito no había podido celebrarse en la plaza principal, como era costumbre, por estar ocupada por tropas francesas. Se trasladará entonces al campamento de La Sabana.
Allí, el hombre que a los 14 años había tenido su primer contacto con el idioma español, estruja a la concurrencia con una conmovedora pieza oratoria. Particularmente cuando rinda cálido y amoroso tributo de admiración al puerto de Acapulco y a sus valerosos habitantes.

Idolatras del deber

“Acapulqueños, idólatras del deber, proscritos que estáis contentos, yo os saludo con toda la admiración que inspira vuestra conducta, con todo el entusiasmo que produce la memoria de este día, yo deseo que desciendan sobre vuestras cabezas las bendiciones de aquel gran padre de la Patria que nos contempla desde el cielo”.
“Íbamos a celebrar las fiestas de septiembre en la bella Acapulco, allí a orillas de esa dulce y hermosa bahía que se abre en nuestras costas como una concha de plata; iban sus mansas olas de esmeralda a acariciar los altares de Hidalgo, iba su fresca brisa a agitar los libres pabellones; iban los penachos de sus palmas próceres a dar sombra al pueblo regocijado; iba el lejano mugido del tumbo a mezclarse en el concierto universal; iba, como tantas veces, Acapulco a aderezarse con su guirnalda de flores, cuando repentinamente , extranjeras naves, las naves de aquél que se llama soberano de México, han venido a deponer en nuestras playas una falange de traidores”.

Pueblos miserables

“¡Qué lección ésta para los pueblos miserables del centro que han regado, trémulos de pavor, flores al paso de un aventurero coronado! ¡Que vean en Acapulco el ornato de las calles que consiste en los candados con que se condena las puertas de las casas abandonadas; que escuchen el hosanna de bienvenida que consiste en el aterrador silencio de una ciudad desierta; que preconicen la adhesión de este pueblo al Imperio, al mirar a los habitantes abandonar sus moradas y sus bienes antes de verse obligados a inclinarse ante el mandarín que viste librea de usurpador”.
Luego de pasar lista de honor de los héroes de la independencia, Altamirano cierra su pieza oratoria así:
“Ahora, conciudadanos, después de estos gritos de entusiasmo por la República, lanzados al oído de esa legión infame que infesta a Acapulco, que se escuche el silbido del plomo y el ronco grito del combate. A vuestra cabeza está el estandarte de la Independencia nacional. Nuestros enemigos no tienen bandera, los traidores no pueden tener águilas por enseñas. Un mayoral es el que azuza con un látigo. Nosotros triunfaremos porque somos honrados contra infames, libres contra esclavos”.

Cuenco lindísimo

Un día de 1870, Nachito se convierte en “viajero de la imaginación poética” para recorrer sus añoradas montañas del sur. “Donde el sol todo lo envuelve con una capa de fuego y donde apenas una que otra llovizna ha ido a refrescar la atmósfera abrasada”. Hace un alto necesario en su puerto muy querido:
“Hemos llegado a Acapulco, a ese cuenco lindísimo que no necesitaba ser el mejor puerto de la república, para que fuera el más bello de los puertos del litoral que acaricia el Pacífico con sus olas de esmeralda. Una vez aquí y sin detenerlos a pensar en el porvenir grandioso de este puerto, debemos girar a la derecha, es decir, debemos caminar por toda la ribera del mar hacia el oeste”

Adios Acapulco

Ignacio M Altamirano abandona el país rumbo al destierro el 30 de octubre de 1863. Viaja abordo del vapor St. Louis, que zarpa de Puerto Marqués. En su camarote escribe su Adiós Acapulco:

… Aún diviso tu sombra en la ribera,
salpicada de luces cintilantes,
y aún escucho a la turba vocinglera
de alegres y despiertos habitantes,
cuyo acento lejano hasta mi oído
viene el terral trayendo, por instantes

Dentro de poco ¡ay Dios! te habré perdido,
última que pisara cariñoso
tierra encantada de mi ser querido

Me arroja mi destino tempestuoso,
¿dónde? no lo sé; pero yo siento
de su mano el empuje poderoso.

¿Volveré? Tal vez no; y el pensamiento
ni una esperanza descubrir podría
en esta hora de huracán sangriento.

Tal vez te miro postrimero día,
y el alma que devoran los pesares
su adiós eterno desde aquí envía

Quédate, pues, ciudad de los palmares,
en tus noches tranquillas arrulladas
por el acento de los roncos mares

Y a orillas de tu puerto recostada,
como una ninfa en el verano ardiente
al borde de un estanque desmayada

De la sierra el dosel cubre tu frente,
y las ondas del mar siempre serenas
acarician tus plantas dulcemente

¡Oh, suerte infausta! Me dejaste apenas
de una ligera dicha los sabores,
y a desventura larga me condenas

Dejarte ¡ oh sur! acrece mis dolores
hoy que en tus bosques quedase escondida
la hermosa y tierna flor de mis amores

Guárdala ¡oh sur! y su existencia cuida,
y con ella alimenta mi esperanza,
porque es su aroma el néctar de mi vida

Más yo te miro huir en lontananza,
oigo el alegre adiós de extraña gente
y el buque, lento de mi partida avanza

Todo ríe en cubierta indiferente;
solo yo con el pecho palpitando,
te digo adiós con labio balbuceante

La niebla de la mar te va ocultando;
faro, remoto ya, tu luz semeja;
ruge el vapor, el Leviatán bramando,

las anchas sombras de los montes deja.
presuroso atraviesa la bahía,
salva la entrada y a la mar se aleja;

y en la llanura lóbrega y sombría,
abre en sus carrera acelerada
un surco de brillante argentería

La luna entonces, hasta aquí velada,
brillando en alta mar. Mi alma agitada
pensando en Dios, ¡la inmensidad saluda!