Lorenzo Meyer
Noviembre 28, 2022
La marcha convocada por el presidente en la Ciudad de México como preámbulo a su informe del cuarto año de gobierno admite al menos dos interpretaciones complementarias. Por un lado, es un respaldo al gobierno y al proyecto lopezobradorista y, por otro, una muestra de la gran energía social que aún puede y debe ser encauzada para llevar a cabo los cambios que aún faltan para efectivamente modificar la naturaleza íntima, el corazón, del régimen vigente.
En el 2018 Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y el lopezobradorismo ganaron el gobierno y desde ahí han empezado a trabajar en la gran tarea histórica que se propusieron de tiempo atrás: poner en marcha cambios de fondo en los valores y metas del conjunto de instituciones públicas y privadas, formales e informales a través de las cuales se genera y se regula el ejercicio del poder político, es decir, sustituir al viejo régimen por uno realmente inédito, diferente y superior al que ha operado en el último siglo.
En su llamado a participar en la marcha de este noviembre 27, el presidente puso el acento en la celebración de lo hecho a partir de su triunfo electoral inédito y contundente hace cuatro años y que logró desplazar sin derramamiento de sangre, por la vía del voto, al último heredero de un añejo sistema autoritario. Y es comprensible el ánimo celebratorio de AMLO pues fue una verdadera hazaña la movilización de una mayoría ciudadana que le dio en 2018 el 53.2% de los votos pese a haber tenido en contra al grueso de los medios de comunicación, de los poderes fácticos y a la resistencia de una cultura política alimentada desde el fin de la II Guerra Mundial por los valores conservadores propios de la Guerra Fría y propagados por las televisoras, la prensa, las iglesias más las agencias de la potencia hegemónica en nuestro hemisferio.
AMLO y su movimiento tras movilizaciones como la de ahora tomaron las riendas de un gobierno que operaba según los usos, costumbres e inercias del priismo y, en los últimos decenios, de un panismo que en nombre del principio “el enemigo de mi enemigo (la izquierda) es mi amigo” se fundió con el PRI. La lucha de AMLO por imponerse en las urnas pese a repetidos fraudes requirió de un enorme esfuerzo de las izquierdas postcomunistas, la tarea a la que esas fuerzas políticas tan heterogéneas y no muy bien organizadas, hoy como responsables del gobierno y la gobernanza, se enfrentan a obstáculos tan o más difíciles que en el pasado. El éxito del proyecto –cambiar la naturaleza del régimen– no está, ni con mucho, asegurado. Para empezar por la decisión expresa de AMLO de no intentar asumir al término de su sexenio el papel de “Jefe Máximo” de la clase política en el poder pese a ser un líder con la fuerza que él tiene.
La importancia de esta marcha rebasa, pues, el respaldo al cambio emprendido hasta ahora, pues al lado de las incertidumbres es también una muestra del potencial para impulsar y sostener más allá del sexenio políticas que lleven a redistribuir de manera más justa los ingresos, de reformar a fondo un poder judicial ineficiente y corrupto, de transformar a la burocracia pública en un cuerpo efectivamente profesional y al servicio de la ciudadanía, de revertir la ola de inseguridad y violencia que parece inmune a los intentos por detenerla, de dar forma a un sistema de salud pública universal de calidad, de proteger el medio ambiente. Y la lista de tareas para una izquierda puede extenderse según las utopías de las diferentes corrientes que la componen.
Finalmente, en un ambiente dominado por los medios de oposición, esta marcha es un instrumento para encarnar las cifras que las encuestas nos dicen que es el apoyo a AMLO y al proyecto de largo plazo de la amalgama de corrientes de centro y de izquierda que hoy tienen la responsabilidad de transformar el régimen mexicano.