EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Mary Shelley, ¿pionera del terror social?

Federico Vite

Noviembre 02, 2021

(Primera de dos partes)

Mary Shelley publicó a los veintiún años de edad la mítica novela Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). Doscientos tres años después esta historia sigue generando lectores, sigue ganando la atención de muchas personas. Recordemos que Shelley escribió este libro a los 18 años y si aplaudimos a Arthur Rimbaud o a Raymond Radiguet y, por qué no, al entrañable Stephen Crane, debemos, por tanto, detenernos en Mary Shelley como una escritora precoz y afortunada, como una autora que con su primera piedra literaria puso la base sólida para un proyecto poderosísimo. Básicamente ha superado la prueba del tiempo.
Para la feminista, pintora y escritora española Paula Bonet, Frankenstein es básicamente un anhelo por regresar a la vida a dos de los hijos de Shelley. Recordemos que antes de escribir El moderno Prometeo ya había perdido a su primera hija y había sufrido un segundo aborto. Había mucho dolor en ella. “Poca gente conoce la historia de Mary Shelley, pero los abortos fueron el origen del monstruo”, dice Bonet, autora del poemario ilustrado Roedores. Cuerpo de embarazadas sin embrión (Literatura Random House, España, 2018, 48 páginas), a la reportera Verónica Marín, quien publicó información al respecto en la revista Vogue en 2018. Pero Bonet hace otro tipo de aseveraciones, de mayor talante, en la conversación que tiene con Anna María Iglesia para El confidencial. Por ejemplo: “Yo soy pintora y siempre que me acerco a la escritura lo hago con muchísimo respeto y prudencia. La literatura es el arte que más respeto, porque es el arte que más placer me ha dado nunca, es el espacio donde crezco, donde aprendo y donde vivo. No quiero decir que con la pintura no me suceda lo mismo, pero sí es cierto que la entiendo como algo más íntimo. La literatura me conecta con el contexto, la pintura conecta conmigo misma”. Con esta certeza, continúa por el sendero que le parece el motor esencial de Shelley para escribir su obra más conocida. Es decir, curar el silencio después de los abortos obliga a un ejercicio de sublimación. En el caso de Bonet fue Roedores. Cuerpo de embarazadas sin embrión; pero yo creo que Frankenstein agrupa muchos talentos, más allá de un disparo nacido del dolor, que lo es, claro, pero posee más virtudes que la sola cura de un sentimiento asfixiante. Esta novela se escribió de un tirón, digamos, pero tuvo muchas correcciones. Muchísimas y largas correcciones. El cuento que escribió como semilla fue creciendo y madurando, igual que la autora.
Ergo: Shelly mantuvo un potente esfuerzo imaginativo para crear esta novela. De hecho, fue su primer ejercicio narrativo. Obviamente dio en el clavo con este acercamiento a la literatura. Nunca antes había escrito algo, nunca tampoco había intentado hacerlo. Tenía conocimiento de muchas cosas: filosofía, ciencia, medicina, dolor, soledad y, en especial, del abandono y la muerte. Conocía más de la muerte que de la vida y a temprana edad puso sobre el papel ese asombro. Yo creo que la versión original tuvo, como es natural, variantes. Fue arduamente corregida, insisto. Pero es la historia de la Mary Shelley de dieciocho años. Y en la relectura de esta obra, literalmente aplaudo el riesgo de la autora para ingresar a terrenos pantanosos. Nutrió su texto con elementos científicos para vigorizar un portento literario. A esa edad, el dominio de la literatura de Shelley es notorio. Es un libro maduro, pero por encima de esa muestra precoz de talento, Frankenstein enseña lo que implica el trabajo duro de un narrador: esfuerzo, mucho esfuerzo, mucho esfuerzo dando forma a una buena idea, una idea atrevida y perturbadora, por cierto.
La filósofa y pionera del feminismo, Mary Wollstonecraft, falleció durante el parto. Mary Shelley quedó huérfana. Nunca conoció a su madre. Los abortos naturales, la tragedia del esposo ahogado, todo ese abandono que sintió cuando era niña y el deseo de devolver a la vida a su familia, me parece, apuntalaron las correcciones de este clásico que hoy en día sigue generando admiración y, por qué no decirlo, tristeza también.
Mary Shelley, cuyo nombre de soltera era Godwin, asistió desde niña a las tertulias literarias y filosóficas que su padre, el intelectual William Godwin, celebraba en casa. Asistían las mentes más lúcidas de la época. Mary conoció en 1814, en una de esas reuniones, al poeta Percy B. Shelley. Él estaba casado y era padre de dos hijos. Desde el primer momento se atrajeron y fácilmente se enamoraron (fue ella quien declaró primero su amor). La pareja huyó a Francia dos meses después de su primer encuentro en compañía de Claire, hija de la madrastra de Mary. Poco después se mudaron a Suiza, ahí estrecharon lazos con Lord Byron, quien se hizo amante de Claire. Tiempos después vendría el otro aborto natural, después la trágica muerte de Percy y la soledad. Pero regresemos un poco al día previo de la escritura de Frankenstein. Ella tuvo un sueño en el que un monstruo se le reveló. Ella contó que gracias a esa pesadilla pudo escribir El moderno Prometeo. A partir de ahí nació Frankenstein. ¿Usted cree eso? Yo no.
Para bien o para mal, esa es la versión que se tiene, aunque adentrándose un poco más en Bravura (2016), novela de Emmanuele Carrère, las cosas no fueron exactamente simples, como un sueño revelador. Hubo todo un proceso para llegar al resultado final, al amasijo de cadáveres, a los muertos sobre muertos que terminaron alumbrando a Frankenstein.
La novela cuenta la historia de un científico, el doctor Victor Frankenstein, quien asistió a las cátedras de un profesor de la Universidad de Ingolstadt, en Baviera, y se obsesionó con llegar a un nuevo umbral científico: “Exploraré poderes desconocidos y desvelaré al mundo los misterios más profundos de la creación”. Frankenstein se puso a estudiar febrilmente anatomía animal y los procesos de generación y corrupción de la carne; trabajando arduamente descubrió algo esencial: “Infundir vida a un cuerpo inanimado”. Realizó misteriosos experimentos en una buhardilla que usaba como laboratorio. Con las distintas partes de los cadáveres que recogió en las salas de disección, aparte de los restos de animales que acopió de un matadero, formó un cuerpo humano de 2.40 metros de altura. Usó una pila eléctrica, como la inventada por Alessandro Volta en 1800, y dio impulsos eléctricos al cadáver para insuflar vida. Una lluviosa noche de noviembre, a la tenue luz de una vela, Frankenstein vio como su monstruo abrió un ojo y empezó a respirar. Huyó del lugar horrorizado y cuando volvió, The creature, como denominaba al monstruo, desapareció. La criatura experimentó la hostilidad de los hombres y la orfandad. Mató sin querer a un niño y desafió a su creador. Grosso modo esa es la historia que ha atrapado a millones de lectores durante doscientos tres años.
Poniendo la mirada detenidamente en El moderno Prometeo nos damos cuenta que Shelley tiene mucho que ver con todo el terror social que profesan –con muy buena aceptación tanto en ventas como en la crítica especializada– Mariana Enríquez, Samantha Schweblin, Fernanda Melchor, Mónica Ojeda, Liliana Colanzi, Alejandra Costamagna, María Fernanda Ampuero, Magela Baudoin, Ariana Harwicz y Vanessa Londoño. Ese canon cierne la perspectiva femenina a la enunciación del mundo caótico y ominoso. ¿En Shelley encontramos las raíces de todo eso que hoy en día nos parece novedoso? Antes de responder, es necesario decir que autoras como Shirley Jackson, por ejemplo, hicieron eco de los pactos sociales que tan notoriamente se muestran en la obra cumbre de Shelley. Así que Shelley es una pionera. Por eso me llaman tanto la atención aseveraciones como las de Paula Bonet, porque demeritan la ardua y tremenda labor de Shelley, alguien, no sobra decirlo, con muchísimas virtudes narrativas. Probablemente se nota, como bien apunta Stephen King en Danse macabre, cierta torpeza en algunas frases y podrían mejorarse muchos diálogos de Frankenstein, aunque en este aspecto yo agregaría un asunto importante: la novela posee, en varios pasajes, cierta inocencia e incluso un poco de candor. La narradora de dieciocho años no tiene la malicia de un adulto. Este libro, sin duda por la edad de la narradora, tiene su público ideal en los lectores tempranos. Pero alejándonos de ese aspecto, Shelley fundamentó algunos de los males de su época y con ello, me temo, puso el piso parejo para que algo como el terror social latinoamericano hiciera ebullición. Aunque a este libro se le consideró un portento de la ciencia ficción que se fusionó con el relato gótico y con la novela romántica, para mí tiene una virtud más allá de las etiquetas académicas. Veo un texto nacido de la realidad social de Europa en ese mítico año sin verano de 1816.