Julio Moguel
Abril 25, 2025
LASCAS
Purépero: el milagro de sobrevivir en la guerra
Nota bene: Retomo la ruta escogida para integrar un primer bloque de artículos que en las anteriores dos quincenas se han detenido en relatar la entrada de Lázaro Cárdenas del Río a la guerra contra el huertismo, cuando aún era un chamaco (así le decían entonces) de 18 años de edad. Señalo esto sobre todo para aquellos lectores que por una u otra razón no han tenido la oportunidad de haber leído las primeras entregas de esta serie.
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Después de haber conquistado la plaza de Aguililla, la Segunda División del Sur siguió con rumbo al pueblo de Tepalcatepec, donde incorporó a los contingentes rebeldes de Serapio Sifuentes, para seguir de inmediato la ruta de la región de Churumuco, Cayaco, El Jorullo, Apatzingán, Buenavista, Acahuato y Tancítaro, pasando por El Tejamanil y por el río de Paracho hacia Aranza, pueblo éste donde pactaron una alianza con los núcleos de insurgencia indígena local dirigidos por Casimiro López Leco. Siguieron después hacia Tanaco, para instalar su cuartel general en el pueblo de Purépero.
No habían terminado de organizar las condiciones mínimas de estancia y de preparación militar del espacio cuando llegaron las noticias de que las tropas del coronel huertista Rodrigo Paliza estaba haciendo estragos entre los núcleos rebeldes de la zona. Las fuerzas de este coronel habían iniciado su avance desde Acuitzio, dirigiéndose hacia el sur. Se calculaba que en total sus tropas se componían de alrededor de medio millar de hombres, con dos piezas de artillería y dos ametralladoras. Y se supo además que habían combatido con éxito en confrontaciones de no muy alto calado abatiendo a dos o tres núcleos guerrilleros revolucionarios. La preocupación llegó a su punto de mayor preocupación cuando se enteraron que el 2 de septiembre las fuerzas de Paliza habían conquistado la importante plaza de Tacámbaro.
¿Podría resistir la Segunda División del Sur un vendaval que había logrado vencer al cuartel general de los revolucionarios michoacanos?
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Las fuerzas enemigas se abalanzaron sobre la Segunda División del Sur en su improvisada y frágil guarida de Purépero. El 13 de septiembre, al filo de las nueve de la noche, empezó a caerles un copioso aguacero y con él una descompasada lluvia de balas.
Las tropas huertistas tenían una clara superioridad numérica, en cantidad de hombres y de armamentos. La carta fuerte que además tenían bajo la manga era un contingente de alrededor de trescientos indios juchitecos, con capacidad para pelear prácticamente en cualquier condición de horario, clima y relieve.
La defensa del pueblo se montó sobre tres líneas de contención, una columna volante y tres bloques centrales de tiradores. En su conjunto, visto desde el aire, podría haberse observado una especie de línea en compás o en semicírculo, que cubría todos los posibles flancos de ataque. En el centro del pueblo, parapetados detrás de una casa de adobe y techos elevados, García Aragón dirigía el conjunto de las operaciones con unos cincuenta hombres, entre ellos el joven Lázaro Cárdenas del Río. En la Iglesia, desde las cúpulas, ventanas y los costados, se encontraba otro grupo nutrido de defensores encabezados por el mayor Guido. En la parte izquierda de la defensa, con un contingente de no menos de cien esforzados combatientes, dirigía el General Mastache. Cubriendo la parte derecha del círculo central, desde ventanas, azoteas y balcones, comandaba el General Cipriano Jaimes.
La noche y el agua que caía en cataratas redujo la visibilidad prácticamente a cero. Sólo se veían por uno y otro lado los repetidos destellos de los rifles, como mensajes cifrados que en el mismo ritmo y tiempo se acompañaban del ruido producido por los impactos de bala en paredes, vidrios, piedras, cuerpos. Los gritos de combate y mando empezaron a mezclarse con los de dolor y auxilio de los primeros caídos. Otros ruidos de dolor y miedo aparecieron: mulas y caballos que caían fulminados, perros heridos o ansiosos de saber qué hacer y adónde ir. Los vecinos del lugar se encerraron en sus casas a piedra y lodo, aunque no pocos de ellos se sumaron activamente a la defensa, con armas que sacaron debajo de sus camas o con apoyos logísticos diversos, en agua, comida, medicinas.
La lluvia se densificaba o se volvía ligera, y al paso del tiempo un viento de ráfaga se impuso al viento suave. En ese ambiente líquido y de fuego los gritos en el bando amigo se cruzaban: sellar la bocacalle, reforzar la esquina, ayudar al compañero herido. La superioridad numérica tanto como la agilidad y bravura de los combatientes juchitecos se habían convertido en arma letal para los defensores de la plaza. La destreza militar del coronel Paliza se sumaba a la vez a la eficacia de fuego nutrido de las ametralladoras y de las piezas de artillería que no dejaban de disparar. Un círculo de hierro y fuego comenzó a ahogar a los rebeldes, quienes ya a esas horas les faltaba parque, fuerza y hombres.
En medio del combate y de los diferentes rostros de la muerte, una luz de luna menguante y unos cuantos faroles encendidos mostraban cuerpos de hombres y bestias caídos las calles. Fue en ese estado de debilidad y desconcierto cuando García Aragón dio la orden de retirada: saldrían a pie, por la única rendija que les quedaba, en núcleos compactos de diez en diez o de veinte en veinte, cobijados por una neblina cada vez más espesa, con distancia calculada entre dichos núcleos de quince a veinte metros, reptando por ramblas, zacatales y socavones y untados a los muros y a las paredes de las casas evitar más bajas en lo posible.
El joven Lázaro Cárdenas del Río, quien en todo momento había peleado junto al general García Aragón, llevaba el paso firme y, en su cuerpo, dos o tres heridas leves que no afectaron en ningún momento su capacidad de acción activa en la refriega.
El general Cipriano Jaimes y unos cincuenta hombres cubrieron la retirada, apostándose con un pequeño cañón en una esquina de la plaza. El resto de las fuerzas, maltrechas, se encaminaron hacia el cerro del Tigre.
Serían alrededor de las tres y media de la madrugada cuando Cipriano Jaimes y su reducida fuerza de contención lograron romper el cerco. ¿Cómo pudieron escapar? La bruma y la espesura de la noche, que al principio había jugado como un factor adverso para los defensores, se convertía en el momento del repliegue en un extraordinario manto protector. Cuando por fin la zaga entró en contacto con los núcleos comandados por García Aragón, tomaron la marcha hacia el cerro de Patamban. Luego cambiaron la ruta hacia occidente, rumbo a Peribán. En resumen, las menguadas fuerzas de la Segunda División del Sur pasaron cuatro días de fuga cubiertos de polvo y de derrota, afectados por los mordiscos del hambre y prácticamente sin parar. Fue a su llegada a Peribán cuando tuvieron posibilidades de un primer respiro, pero no confiaron en su suerte y muy pronto se encaminaron a Tancítaro, para luego desplazarse hacia Acahuato.
Fue en tales condiciones que el general García Aragón reunió a los sobrevivientes de su Estado Mayor para tomar la inevitable decisión: volverían a la guerra de guerrillas, en pequeños comandos separados entre sí. Él se internaría en el estado de Guerrero por el rumbo de la Hacienda de Balsas, para continuar por Coahuayutla y La Unión. Lázaro Cárdenas del Río quedaría bajo las órdenes del valiente capitán Primitivo Mendoza.