Lorenzo Meyer
Noviembre 10, 2016
Debemos reflexionar sobre los múltiples efectos y el significado del trumpismo sobre el interés nacional de México. Nunca debimos depender tanto y de tantas formas de lo que los norteamericanos pudieran decidir sobre nosotros.
Un adiós a Rodolfo Stavenhagen,un científico social notable tanto en la teoría como en la acción.
Con la “guerra contra el narco”, el concepto de “daño colateral” adquirió aquí carta de naturalización: son los muertos, heridos y pérdidas de los no combatientes causados por las fuerzas en conflicto. Y es que México, como nación, quedó en calidad de “daño colateral” profundo por el fuego cruzado en la dura guerra política que por 18 meses libraron los partidos Demócrata y Republicano de Estados Unidos.
La disputa electoral 2016 ha sido enconada en extremo. Finalmente, Donald Trump, el candidato republicano, ganó, y lo dicho por él y apoyado por los suyos va a dejar huella honda cuando y en la medida en que se lleve a la práctica. Su estrategia ya causó daños no sólo en el cuerpo político norteamericano sino también en los países que fueron colocados en el centro de su discurso. Para los trumpistas, México y los mexicanos indocumentados, constituyen un serio impedimento económico, legal y social para recuperar la supuesta “grandeza norteamericana” perdida.
Raíz y razón de Trump. Como individuo, Trump ha sido calificado de vulgar, brutal, demagogo, falso, oportunista, racista, prepotente o tramposo, pero también debe ser reconocido como el líder que finalmente supo entender muy bien, despertar y movilizar con éxito y desde la extrema derecha, las frustraciones sociales producidas por los excesos de un capitalismo neoliberal y global igualmente brutal.
En el inicio y en el Partido Demócrata, el senador Bernard Sanders destacó y atacó desde la izquierda las fallas fundamentales de la estructura económica y social que domina en Estados Unidos y en todos los países donde se siguen las reglas de la globalización impulsadas desde Washington, México entre ellos, desde, al menos, la época de Ronald Reagan. Sanders hizo su crítica desde la perspectiva de un socialista democrático y de maneras civilizadas. Por lo claro de su posición frente a la implacable e injusta concentración del ingreso y propuestas de cambio, Sanders despertó el entusiasmo de muchos jóvenes con formación universitaria y con ansia de un futuro diferente. Sin embargo, al sanderismo lo aplastó la maquinaria tradicional de su propio partido, apenas dispuesta a aceptar cambios mínimos en el status quo.
Trump, por su parte, decidió explotar un filón no enteramente diferente al de Sanders pero entre los grupos que tienen la vista más en el pasado que en el futuro. Lo hizo con ferocidad y eficacia. El constructor millonario y conductor de un programa de televisión con una audiencia de 6 o 7 millones en The Apprentice, de NBC, donde dos equipos competían por un negocio hipotético, se premiaba bien al ganador y se despedía sin contemplaciones al perdedor, (“You’re fired”) optó por movilizar no sólo el sentido de injusticia generado en millones que la globalización dejó a la vera de su camino y sin futuro, sino especialmente su resentimiento y su racismo histórico.
Ahora bien, ante las víctimas del huracán neoliberal, Trump se presentó como un ganador por excelencia –un patrimonio calculado en 3 mil 700 millones de dólares, (Fortune, 28 de septiembre, 2016) y una familia sacada de las revistas de modelos– que optó por identificarse básicamente con los trabajadores blancos, desempleados o mal empleados, adoptó descaradamente su lenguaje rudo y sus valores arcaicos y exacerbó su resentimiento machista contra la élite del poder –personificada por Hillary Clinton, su adversaria demócrata– pero, a la vez, rechazó a los otros afectados por la desigualdad: a los que no tienen un origen europeo: musulmanes, afroamericanos y, sobre todo, latinos. Y con éstos últimos, construyó un chivo expiatorio: los trabajadores indocumentados, mexicanos en su mayoría.
Los dañados colaterales. De la globalización, Trump eligió los tratados de libre comercio como el epítome de la maldad. Según él, esos acuerdos permitieron a las empresas norteamericanas trasladar sus plantas industriales a países donde se paga con migajas a la mano de obra –es el caso de México– y de esa forma hirieron mortalmente al obrero industrial norteamericano. Washington, al dejar que Estados Unidos se inundara de extranjeros indocumentados y mal pagados –11 millones– dejó que los patrones eliminaran empleos aceptablemente remunerados para millones de norteamericanos de pura cepa. Para Trump, los indocumentados no son más que ladrones de empleos además de narcotraficantes y violadores. Por eso, el republicano se propone acabar con el TLCAN, deportar a los indocumentados y construir un muro infranqueable entre México y Estados Unidos.
El entusiasmo maligno que Trump ha despertado en millones de norteamericanos al anunciar sus políticas contra México y los mexicanos, es cosa seria. Seguramente no todos ellos apoyarían a Ann Coulter, la escritora que en 2014 públicamente propuso, inspirada por la relación Israel-Palestina, bombardear a México para detener la invasión de indocumentados. (Proceso, agosto 21, 2014). Sin embargo, la antigua animadversión hacia México –generada, por lo menos, desde El Álamo en 1836– ha sido reactivada dramáticamente.
El contundente triunfo de Trump mantendrá al trumpismo en los años por venir. En México, debemos de elaborar respuestas de largo plazo ante ese fenómeno y sus implicaciones. No debemos aceptar resignadamente el papel de dañados colaterales en la lucha interna norteamericana.
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