Federico Vite
Junio 09, 2020
Nada se opone a la noche (Traducción de Juan Carlos Durán. Anagrama, España, 2012, 372 páginas), de la escritora francesa Delphine de Vigan, es un libro demoledor pero nunca, ni de broma, melodramático ni sentimental. La autora signa en esta investigación, que recibió muchos premios y tuvo un éxito rotundo en ventas —500 mil ejemplares—, la vida de su madre: Lucile Poirier. Mejor dicho, expone los motivos que llevaron a su madre al hundimiento.
Delphine descubre el cadáver de Lucile, muerta desde hace varios días en su departamento, sobre la cama, con la oreja pegada a un radio portátil. Así arranca el libro. El resto del material es obtenido con la siempre compleja labor de la memoria y con múltiples entrevistas a la familia. La intención de Vigan es comprender a su madre, “una mujer misteriosa, rara y bipolar”.
Trabajó arduamente en un proceso de documentación que la obligó a charlar con todos sus tíos; oyó todas las grabaciones del abuelo Georges. Leyó las cartas de Lucile y todos sus escritos (la madre intentó con poca fortuna publicar una autobiografía. Recibió algunas cartas de rechazo editorial). Descubre, como trauma esencial, un tabú: las relaciones incestuosas entre Lucile y Georges. Ya con eso en mente, de Vigan escribió con molestia, incomodidad y temor. El resultado es un estupendo análisis a una familia parisina de los años 50 del siglo pasado, pero a la par de esa indagación que concluye en los albores del siglo XXI, la autora se propone, y logra con creces, reflexionar sobre los motores esenciales de la escritura. En suma, se trata de responder esa pregunta quisquillosa, ¿para qué escribir?
En Nada se opone a la noche, de Vigan narra en primera persona la historia trágica de Lucile y, como un relato soterrado pero no menos valioso, la complejidad literaria de este proyecto. Ergo: la autora analiza su vida y su obra. Describe la lucha estética y ética por moldear un relato inquietante. Es decir, ingresa a terrenos metaliterarios para mostrarnos la génesis de este libro y de Días sin hambre (2001). Ejemplifico esa ardua labor con este párrafo: “Desde el momento en que Lucile se convirtió en mi madre, es decir, desde que aparecí en la vida de Lucile, he abandonado toda tentativa de relato objetivo en tercera persona. Quizá me pareció que el yo podría integrarse en el relato mismo, intentar asumirlo […] ”.
De Vigan apostó por ese género que inventó Truman Capote con A sangre fría (1965) y obtuvo un resultado asombroso; pero me parece que su obra está mucho más cerca de El adversario (2000), Limónov (2011) y El reino (2015), de Emmanuel Carrère; tiene esa fusión exacta entre literatura y periodismo (manejo del lenguaje, tratamiento de la información y relatoría de hechos comprobables).
Lucile es la tercera de los nueve hijos que tuvieron Liane y Georges, quienes contrajeron nupcias en 1943. Él ejercía la publicidad con éxito; era histriónico y seductor; ella se paseaba por la casa cantando, se sentía a gusto consigo misma. Conformaban la familia ideal; de hecho, la televisora nacional fue a entrevistarlos y los usó como los modelos de la nueva célula de la sociedad francesa. Como todos sabemos, lo peor de las familias queda en silencio.
Hay muchas tragedias en torno a Lucile: la muerte de dos hermanos, quienes fallecieron siendo niños —uno cae a un pozo y otro se asfixia con una bolsa de plástico—; la vida de Tom, el hermano con síndrome de Down, oculto la mayor parte del tiempo. Pero en especial, de Vigan encuentra en el diario de su madre un hecho terrorífico: George le regala un reloj a Lucile para que oculte un tatuaje “que él no lo sabe, pero tiene que ver con él”. Un reloj que marca las 10 y 10, la hora en que su padre presuntamente la violó. “No lo sé. Todo lo que sé es que he sentido mucho miedo y me he desmayado. Ha sido la vez que más miedo he sentido en toda mi vida”, refiere Lucile y de Vigan revira: “¿Tengo derecho a escribir que mi madre y sus hermanos fueron todos, en un momento u otro de sus vidas (o durante toda su vida), heridos, dañados, desequilibrados?”. La autora teme abordar algunos aspectos de la biografía materna, se cuestiona desde la ética, pero siempre consigue llegar a una situación límite que la conduce irremediablemente a la creación literaria:“[…] ¿tenía yo necesidad de escribir eso? A lo que, sin dudarlo, respondí que no. Necesitaba escribir y no podía escribir otra cosa, nada más que eso […]. Así ha sido siempre con mis libros, que en el fondo se imponen por sí mismos, por razones oscuras que acabo descubriendo mucho tiempo después de que haya terminado el texto […]. Hoy sé el estado de tensión particular en el que me hunde esta escritura, lo mucho que me cuestiona, me perturba, me agota, en una palabra, me cuesta, en el sentido físico del término. ”.
En esos fragmentos en los que la autora padece la escritura, de Vigan deja sobreseído el eco del dolor. Recurre a frases como las siguientes para no hundir el dedo en la llaga y caer en el tremendismo: “Entonces intento explicar lo que me gustaría escribir. En el momento de estas entrevistas, varias semanas antes de empezar, no tengo ni idea de lo que me espera. Porque es exactamente eso: me gustaría expresar el tumulto, pero también la dulzura. Mi voz se altera, esta vez soy yo la que flaquea […]. Lucile sabía que la observaba desde mis 12 años, con ese aire de saberlo todo sin haber aprendido nada, esa forma de demostrar en silencio mi desaprobación. Lucile sabía que la juzgaba […].”. Evita de esta forma el oficio de llorar en público, tan socorrido por los poetas nacionales. Se reagrupa para no llevar el relato a los terrenos odiosos del sentimentalismo. El libro posee la virtud de comunicar un estadio del alma humana: la zozobra de una hija que contempla la progresiva locura de la madre, alguien que entraba y salía de los siquiátricos, alguien que se culpaba por ser bella.
Al terminar de leer este volumen queda en la mente del lector una pregunta de gran valía, ¿sirve de algo poner sobre el papel un montón de heridas, de dolor y de miedo? Sí. Narrar estos episodios implicó para de Vigan ordenar el dolor; Nada se opone a la noche organizó sus emociones y sus pensamientos para comprender la locura y el suicidio de su madre. Eso le dio tranquilidad. Pero sobre todo, le ayudó a sobrellevar el luto de un naufragio largamente esperado.