Lorenzo Meyer
Enero 31, 2022
AGENDA CIUDADANA
Desde sus inicios, una característica de la vida pública mexicana ha sido la imposibilidad de someter a juicio a los responsables últimos del mal uso del poder político.
Ni Alemán, Díaz Ordaz, Salinas, Zedillo, Fox, Calderón o Peña Nieto fueron o han sido requeridos por la justicia para responder por actos de corrupción, crímenes o ambas cosas. En 2007 Luis Echeverría –que acaba de cumplir cien años– declaró ante un juez y en relación a la matanza de 1968: “Si algo pasó [en Tlatelolco], yo no supe nada” y fue exonerado por eso y por la matanza del 10 de junio. Echeverría es sólo un ejemplo extremo de un problema endémico, el otro es Antonio López de Santa Anna.
Si como afirmara Enrique González Pedrero, el México que transitó del Plan de Casamata (1823) al triunfo del Plan de Ayutla (1855) es el México de un solo hombre, y ese hombre fue Santa Anna, también fue el México donde arraigó una de las características más negativas de nuestra política: la impunidad de sus presidentes (que no de sus emperadores), impunidad que dice menos de los personajes mismos y más de la naturaleza del tejido de intereses que los llevaron al poder y los protegieron después.
No es necesario ahondar en la gran responsabilidad de Santa Anna en la derrota mexicana durante su siesta en San Jacinto, en Texas (1836), en su vergonzoso comportamiento como prisionero de los texanos, en sus errores en la guerra contra el invasor norteamericano (1846-1848), en su papel de “Alteza Serenísima” o en su ofrecimiento de apoyo a Maximiliano. Lo revelador es que en 1867 el fiscal de un tribunal militar en Veracruz pidió la pena de muerte para el varias veces ex presidente, pero como lo harían 140 años más tarde con Echeverría, sus juzgadores optaron por dejarlo sin castigo, aunque el presidente Juárez le impidió recuperar sus grandes propiedades veracruzanas –El Encero, Paso de Ovejas y Boca del Monte. En contraste, Echeverría las mantiene intactas.
Tras restaurarse la República y después de Santa Anna, ningún ex presidente mexicano ha sido puesto en prisión y juzgado, aunque dos de ellos fueron asesinados –Carranza y Obregón–, otros fueron objeto de atentados, como Ortiz Rubio o Ávila Camacho, un par sufrieron un exilio sin retorno Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz y otros consideraron prudente dejar el país por un tiempo como José María Iglesias, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta, pero pudieron volver. En tiempos más recientes Salinas residió un tiempo largo en Irlanda, Zedillo le tomó gusto a la Universidad de Yale y Peña Nieto a ser viajero frecuente.
Sobre casi todos los ex presidentes mexicanos del último siglo pesan sospechas bastante fundadas de haber usado su posición para acumular fortuna, ellos y su círculo cercano, especialmente a partir de Miguel Alemán.
Al lado de un “enriquecimiento inexplicable” muy explicable está el uso ilegal, ilegítimo y letal de la violencia: asesinato de opositores o masacres como las de 1946 (Guanajuato), 1968 o 1971, las desapariciones, torturas y encarcelamientos de los años de la “guerra sucia”, asesinato de militantes del PRD en su etapa de formación, Aguas Blancas (1995), etcétera. Finalmente, resalta la liga entre miembros del gobierno y el crimen organizado y que desemboca en matanzas como las del río Tula de 1982 o la de los normalistas de Ayotzinapa en 2014.
Santa Anna finalmente nunca fue castigado, aunque debió vivir en el exilio y sufrir la confiscación de parte de su fortuna, pero los ex presidentes de los últimos años han corrido con mejor suerte. En la coyuntura actual el juicio por corrupción en gran escala contra un ex director de Pemex podría llevar a enjuiciar a un ex presidente o disolverse en la nada. ¿Prevalecerá la impunidad histórica o se le pondrá fin? La moneda hoy está en el aire.
* Esta columna no aparecerá la semana próxima