EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Monseñor Romero y su pasión por los pobres

Jesús Mendoza Zaragoza

Marzo 28, 2005

 

A monseñor Oscar Arnulfo Romero lo mataron los escuadrones de la muerte el 24 de marzo de 1980 y jamás la justicia salvadoreña castigó a los responsables. Tuvieron que actuar organismos internacionales y cortes de justicia extranjeras para tener luces acerca de quiénes le mataron en momentos que se iniciaba la larga y sangrienta confrontación que el querido religioso advertía. Primero fue la internacional Comisión de la Verdad, nombrada a la luz de la firma de los acuerdos que, en enero de 1992, pusieron fin a más de una década de brutal guerra civil en la que se calcula hubo al menos 75 mil muertos. Esa Comisión determinó que el ex mayor Roberto D’Aubuisson (fallecido de cáncer el mismo año de la firma de la paz), fundador del partido Arena que desde 1989 gobierna el país, fue quien organizó y ordenó el asesinato de Romero.

En estos días se han estado celebrando en El Salvador y en diversos lugares de América Latina y de Europa, eventos eclesiales, académicos y artísticos para conmemorar su muerte, a 25 años de su asesinato. La figura de Romero fue muy controvertida durante los últimos años de ministerio episcopal, pues el contexto de confrontación entre dos grandes fuerzas sociales y políticas lo colocaban en el ojo del huracán: por un lado la oligarquía, los militares y el gobierno y por otro lado las organizaciones populares y las organizaciones guerrilleras. Con grande lucidez y valentía supo realizar su ministerio a favor de la paz y de la justicia, hablando con una admirable libertad frente a los poderosos que lo miraban con recelo y con desprecio.

Es emblemática su última homilía que lo retrata de cuerpo entero como un hombre consagrado a rendir homenaje a la verdad en las circunstancias más oscuras. Aquélla homilía del 23 de marzo de 1980, sin duda fue la gota de agua que derramó el vaso, pues se dirige a los militares: “Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la guardia nacional, de la policía, de los cuarteles. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: No matar… Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla… Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado… La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!”.

Su pasión por el pueblo y, en particular, por los pobres es desbordante y jamás pierde lucidez. Tenía muy claro que una verdadera liberación social sólo puede darse cuando los pobres toman en sus manos la responsabilidad que les toca y son reconocidos en sus derechos básicos de organización y de lucha a favor de sus legítimos intereses. “El mundo de los pobres nos enseña que la liberación llegará no sólo cuando los pobres sean puros destinatarios de los beneficios de gobiernos o de la misma Iglesia, sino actores y protagonistas ellos mismos de su lucha y de su liberación desenmascarando así la raíz última de falsos paternalismos aun eclesiales!”, dijo en su discurso al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Lovaina, pronunciado el 2 de febrero de 1980, 50 días antes de su asesinato. Considerado como su testamento teológico y político, este texto nos da lo esencial de su lectura del Evangelio y de su vida de fe.

Romero se había dado cuenta de la fuerza histórica de los pobres, creía con devoción en la capacidad de los pobres de asumir su responsabilidad y de poner su parte en la construcción de una nueva sociedad y demandaba que se les diera la oportunidad de expresarse, formarse y organizarse para contribuir a los cambios necesarios en la sociedad: “un pueblo desorganizado es una masa con la que se puede jugar, pero un pueblo que se organiza y defiende sus valores, su justicia, es un pueblo que se hace respetar” (Homilía 2 de marzo de 1980).

Mucho podemos aprender de monseñor Romero todos los que desde diversas trincheras buscamos cambios radicales por su profundidad y su autenticidad. El pueblo y, en particular, los pobres son el referente fundamental. Ni el partido, ni el gobierno, ni la iglesia, ni la organización, ni cualquier institución social pueden usurpar el lugar que los pobres tienen que tomar para que los cambios deseados sean verdaderos. Los cambios que ignoran a los pobres como sujetos de los mismos, son ficticios y embaucadores. Esto lo deben entender los gobiernos que predican cambios, pues de otra forma le roban la esperanza al pueblo.

Bien hizo este perfil Pedro Casaldáliga, poeta y pastor brasileño en un sentido poema: “Como un hermano herido por tanta muerte hermana, tú sabías llorar, solo, en el Huerto. Sabías tener miedo, como un hombre en combate. ¡Pero sabías dar a tu palabra, libre, su timbre de campana! Y supiste beber el doble cáliz del Altar y del Pueblo, con una sola mano consagrada al servicio. América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini en la espuma aureola de sus mares, en el retablo antiguo de los Andes alertos, en el dosel airado de todas sus florestas, en la canción de todos sus caminos, en el calvario nuevo de todas sus prisiones, de todas sus trincheras, de todos sus altares… ¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!”.