EL-SUR

Sábado 04 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Mujeres de todos los tiempos

Anituy Rebolledo Ayerdi

Mayo 04, 2023

(Cuarta y última parte)

Celia Montalván en Acapulco

Los acapulqueños de los años 20 no daban crédito a lo que leían en un volante de circulación profusa. Anunciaba la presentación en el puerto de la revista teatral El jardín de Obregón, de gira por la República después de su éxito colosal en la Ciudad de México. Tal incredulidad nacía del hecho de que una troupe de aquél tamaño costaría un ojo de la cara y tendría que venir por mar porque la carretera México-Acapulco, ni soñada. Y efectivamente, los “cómicos de la legua”, como se llamaba a toda la gente del espectáculo, llegará por barco procedente de Manzanillo, Colima.
El anuncio colmaba los deseos insatisfechos de hombres jóvenes, maduros y rucos por conocer de cerca a Celia Montalván, la vedette del momento. Incluso, colmar las posibilidades de “rozarle las de atrás o las de adelante”, distraídamente, por supuesto. Elevada a la categoría de auténtica diosa del vodevil mexicano, con altar en el teatro Lírico de la capital del país, la belleza y el charme de la mujer provocarán los primeros sueños húmedos de toda una generación de mexicanos.
Celia Montalván –la describe Pablo Dueñas en su libro Las Divas– era el prototipo de la belleza de su tiempo: porte distinguido, agraciada de cara y rolliza de cuerpo. La dama ya era conocida en el puerto desde endenantes. Una serie de tarjetas postales con su imagen, en poses sicalípticas, recorría el país batiendo records de venta entre los artículos ofrecidos como “sólo para adultos”.
Llega la noche de la función en una carpa levantada en la playa frente al Zócalo y no exageraban quienes aseguraban que ahí estaba “el todo Acapulco varón” (4 mil habitantes, su población total). Muy pocas las damas atendiendo la recomendación del párroco de La Soledad de “no asistir a ver indecencias”. Un espectáculo pecaminoso incitador de la lujuria”, advertían citando las palabras del señor cura. La función se desarrollará entre gritos de “mi capitana” y bramidos que el señor cura adjudicará más tarde a “canes lujuriosos”.

Mi querido capitán

La carpa se ha ido, pero aquí se comentarán por semanas las incidencias de aquella insólita función. Jóvenes presumiendo acercamientos morbosos con la Montalván y declarándose prendados de la mujer que les habría prometido recibirlos en la ciudad capital: “Allá los espero, costeños hermosos”, le habría dicho.
El recuerdo de Celia Montalván impregnará también a sociedad en general a través de la tonada que dice “¡Ayayayay, mi querido capitán”, cantada por chicos y grandes. Mi querido capitán es el nombre del tema de la obra interpretada y bailada por la Montalván. Vestía uniforme militar cubriendo apenas lo necesario. Un foxtrot original de los compositores del género chico, Gus Águila y el Muerto Palacios. Hoy mismo suele escucharse cuando se evocan los años de la Revolución.
Aquella impresionante movilización escénica se entenderá cuando se conozca que Celia Montalván no le cantaba a un sencillo capitán primero. Lo hacía a todo un divisionario y por si fuera poco secretario de Guerra y Marina en el gabinete del presidente Álvaro Obregón, general Enrique Estrada. Las amigas consolaban a la esposa del militar asegurándole que los efectos de las yerbas de la Montalván tenía efectos temporales. Cosa que no se podrá comprobar porque un domingo cualquiera, doña Celia aparece en la plaza de toros vestida de Manola. Saluda desde el palco del torero del momento, Juan Silveti, llamado por su temeridad Juan sin miedo. La plaza entera comentará entonces que la pizpireta Celia había cambiado los entorchados militares por los machos de los toreros. ¡Ay ay ay, Celia”

María Félix

María Félix habla con un reportero sobre alimentación:
–¿Qué come la diva?
–Al levantarme, una taza de café con leche –no puedo tomarlo solo–: tres horas después, un ponche de leche con dos yemas de huevo y una cucharadita de azúcar. Para la comida: un vaso de sangre de carne exprimida sin sal, un plato de mariscos o jamón sin freír, también sin sal. A la hora de la merienda: un vaso de jugo de zanahoria, sin sal ni azúcar. Para la cena: un par de huevos cocidos, pollo, jamón o langosta, según lo que haya comido al mediodía.
–¿Y las papas, los chícharos, el pan, las galletas, los dulces, los chocolates, los mangos, los plátanos?
–Nunca los como, ni bebo agua ni líquido alguno durante las comidas. Si tengo sed la sacio una o dos horas más tarde. Sólo un día a la semana como lo que se me antoja, pero eso si lo que se llama TODO: desde mole hasta merengues.

¿Conoce a Gina Lollobrigida?

–A Gina Lollobrigida la conocí en Venecia y apenas si cruzamos saludos.
–¿Quién es más bella, Gina o usted?
–¡Estás ciego o eres muy pendejo: ni a los talones me llega la enana cabezona esa!

Narcoamor

Así titula Guadalupe Loaeza uno de los capítulos de su libro Obsesiones (Alianza Editorial, 1994, prologado por Miguel Ángel Granados Chapa). Intenta en el texto explorar el mundo de las mujeres de los narcos viviendo, salvo raras excepciones, vidas marginales. Mientras que de ellos se sabe o se inventa todo, de ellas no se sabe nada: madres, esposas, amantes, hermanas, hijas y cuñadas.
¿Quienes son? ¿En qué piensan? ¿Cómo se llaman? ¿También ellas llevan un apodo? ¿Que sienten algunas de ellas ahora que sus hombres están a la sombra? ¿Qué tan culpables son también? ¿Se siente víctimas? ¿Cuantas se sienten engañadas y hasta traicionadas? ¿Qué les escribirán estas mujeres a los que están presos? ¿Acaban por amarlos más o, al contrario, terminan por odiarlos por haberse dejado pescar? Preguntas vigentes.

Frívola y alabastrina

Unidos luego de una larga separación y sólo para representar los papeles de “pareja presidencial”, Carmen Romano y José López Portillo, cumplirán rigurosamente sus roles al igual que el resto de la familia. El señor seguirá asaltando alcobas mientras ella asumirá el de Primera Dama de Hierro. Arrogante y displicente, dispuesta a gozar de todas las prerrogativas y privilegios contenidos o no en las leyes mexicanas. Casi una emperatriz frívola, caprichosa y alabastrina, según descripción del maese Lara.

Acapulco, privilegiado

Acapulco, hay que decirlo, resultará privilegiado con el mecenazgo cultural de la paisana a la que el matrimonio había frustrado un futuro luminoso como piano concertista. Doña Carmen dará utilidad al Centro de Convenciones, construido en el gobierno anterior, convirtiendo sus instalaciones en un gran centro cultural y recreativo, único en el país y buena parte del mundo. Contará con librería, sala de exposiciones pictóricas, teatro, cine, cabaret con variedades internacionales, restaurantes, cafeterías, el espectáculo de los voladores de Papantla y uno sui géneris de clavados: Raúl García Chupetas lanzándose desde un altísimo trampolín a una pequeña pileta.
El teatro Juan Ruiz de Alarcón será escenario privilegiado –el segundo después del Palacio de las Bellas Artes– con la presentación de conjuntos orquestales y grupos de danzas clásica y folklórica, todos de nombradía internacional. Fue algo de lo que Acapulco disfrutó orgulloso. ¡Gracias paisanita!

Capilla de San José

Reconstruida luego de quedar maltrecha con el último sismo, el inmueble de la capilla católica de San José es rentado por su propietario a la iglesia presbiteriana ganándose con ello el repudio general. Capilla ya presbiteriana que poco más tarde se convertirá en escenario de una horrible masacre. Sucederá ello durante la celebración de la boda de una acapulqueña católica, Zenaida Díaz, con el estadunidense protestante Henry Morris, el 26 de enero de 1875.
La recoleta sociedad porteña –intolerante por definición–, se manifestará agraviada ante aquella unión a la que califica desde su anuncio como “aberrante y demoniaca”. Esperará, sin embargo, el desistimiento por parte de los parientes de la novia que no se producirá, ganándose entonces los calificativos de “malditos herejes”.
Así las cosas, llega la fecha de la boda nocturna alumbrada sólo por las velas y veladoras de la ceremonia. Subrepticiamente, indígenas de los poblados de Carabalí y Santa Cruz rodean la capilla. No despiertan ninguna sospecha por creérseles invitados a la ceremonia y quienes, sólo al momento de consumarse aquella unión, penetrarán al templo. Enarbolando sus machetes se lanzan contra los asistentes. Al frente de ellos, Cirilo Valdez, famoso bandolero de la región, se dirige a la pareja ante el altar para cortar de un tajo la cabeza de Morris y enseguida abrir en canal a Zenaida. Otro atacante se encargará de degollar al pastor protestante. La acción continuará pero ya sin luz, pues velas y veladoras han sido apagadas.
Las tinieblas y la llegada de la policía, al mando de don Francisco Mejía, logran salvar a un buen número de asistentes, mujeres principalmente. La sangre, al decir de un testigo, formó un arroyo que correrá por la calle del Fuerte (Morelos) hacia la plaza de armas.
Un Acapulco indignado, avergonzado y dolido exigirá castigo para los responsables pero no será escuchado. Entonces se dará por cierta la versión de que el tal Cirilo Valdez era protegido del gobernador del estado, Diego Álvarez, hijo de don Juan.
La capilla será usada como bodega hasta 1936 en que será demolida para la construcción del primer Palacio Federal, de cuyo terreno formaba parte. Hoy mismo, un templo de la misma iglesia, localizado en la avenida 5 de Mayo, alude en su denominación a la tragedia:“ Mártires del 75”.

Enseñanza

Al licenciado, notario público y maestro Fernando Castañón Astudillo, sus alumnos de la Preparatoria 7 le decían El Diablo, quien sabe por qué, pues se trataba de una auténtica alma de Dios. Lo era a pesar de su fea costumbre de corregir el lenguaje costeño de sus interlocutores.
Iniciado un nuevo curso escolar, El Diablo se enfrentará a la tentación de dos muslos ebúrneos, alabastrinos, cuya poseedora de la primea fila se empeñaba en mostrar en todo su esplendor. Monumentos a la lujuria, pues.
–Hay ocasiones en que los ojos no responden a la voluntad –se justificaba Castañón con los amigos en el café–. Esa era una de ellas.
Cuando el maestro, más turbado que nunca, empieza a percibir miradas pícaras de la clase decide termina con aquella situación, Lo hace de manera sutil y elegante como correspondía a sus maneras de caballero medieval:
–Señorita Fernández Carmona: ¡le recuerdo que en esta clase el único que enseña soy yo!