EL-SUR

Martes 30 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Mujeres, jueces y sexo

Jorge Zepeda Patterson

Noviembre 07, 2005

Hace algunos años, cuando se discutía la posibilidad de convertir en delito el abuso sexual contra la propia esposa, Diego Fernández de Cevallos soltó una de sus típicas perlas de hacendado: ahora nomás faltaba que hubiera que pedirles permiso por escrito.

Para muchos hombres “el uso sexual” de su esposa es una prerrogativa absoluta. Es un derecho adquirido por el simple hecho de haber contraído matrimonio. “Yo te mantengo, yo te tengo como y cuando quiera”. Una tesis primitiva que hace del matrimonio un contrato no muy lejano a un rapto de las sabinas, pero documentado. O a una prostitución disfrazada.

Esta percepción de la esposa en términos de objeto sexual está tan arraigada que incluso la Suprema Corte la había convertido en ley. En una polémica resolución en 1994 había fallado a favor de los maridos violentos: “el que uno de los cónyuges imponga al otro la cópula normal de manera violenta, mientras subsiste la obligación de cohabitar, no es suficiente para que se configure el delito de violación”. A principios de octubre en Toluca un hombre intentó ampararse para evitar ir a la cárcel por el delito de lesiones (17 navajazos a su esposa), argumentando que ella se había rehusado a “cumplir sus deberes sexuales”. El caso tuvo que llegar al máximo tribunal del Estado de México, porque los tribunales habían reconocido y validado el argumento basándose en el fallo de la Suprema Corte de 1994.

El viernes pasado la Suprema Corte finalmente cambió este criterio en un fallo que puede ser histórico. Ha establecido que si uno de los integrantes de un matrimonio obliga por la fuerza a su pareja a tener relaciones sexuales incurre en un delito de violación. Los magistrados por fin tomaron en cuenta un argumento obvio y decisivo: los derechos humanos son irrenunciables y nunca podrán estar supeditados al matrimonio, ni a la pérdida de la libertad sexual. El derecho de cada cual a su propio cuerpo y a su sexualidad sana y consentida no puede estar subordinado a un contrato, así sea matrimonial.

Desde luego que esta ley no cambiará el parecer de Diego Fernández de Cevallos ni de muchos como él. Seguramente son mayoría. Muchos jueces y personal de los ministerios públicos en el país seguirán regresando a sus casas a las mujeres que denuncian a sus maridos por violación, bajo el pretexto de que las esposas provocan a sus maridos al ponerse un camisón o quitándose la ropa. Un juez desoyó a una quejosa diciéndole que “ella tenía la culpa por estar tan buena”.

El delito por violación dentro del matrimonio es un paso importante en términos jurídicos, aunque seguramente tomara algunos años para que cambien las actitudes de la mayoría de los jueces. A menos de que existan muestras visibles de que la vida de la mujer está en peligro (y a veces ni así), suelen exhortarlas a platicar con su “cónyuge” para lograr la armonía matrimonial. Peor aún, el código penal en la mitad de las entidades federativas no considera a la violencia intrafamiliar como un delito, sino como una falta administrativa sujeta a la gravedad de las lesiones. Es como si el Estado les dijera a los maridos “puedes pegarle, siempre y cuando no se le note mucho”. Es decir, en cualquiera de esos estados uno hombre puede ir a la cárcel por golpear a una mujer, pero es inocente si esa mujer resulta ser su esposa.

Y si es difícil cambiar la disposición de jueces y ministerios públicos, más arduo resulta modificar la actitud de la población, hombres y mujeres incluidos. Basta decir que según datos de Cimac, 84 por ciento de las mujeres en México considera que la violencia es algo natural, un asunto privado que sólo compete a la pareja (Revista Tentación, núm. 29). Las razones por las cuales ellas asumen como natural un orden que las hace víctimas son variadas, complejas y escapan a los límites de este espacio. Tiene que ver con motivos de orden cultural e histórico sobre todo; algunos especialistas hablan del síndrome de Estocolmo mediante el cual la víctima termina adoptando los puntos de vista de su agresor. Pero también con aspectos prácticos: el miedo a un marido violento, la percepción de que todo intento de buscar un cambio está condenado al fracaso, la ausencia de recursos y alternativas.

Por ello es frustrante que el sistema de justicia regrese a sus casas las pocas mujeres que venciendo el miedo y los obstáculos recurren al Estado en busca de protección. El hecho de que sean rechazadas y entregadas en manos de sus maridos, “confirma” su estatus de propiedad privada por obra y gracia de un contrato matrimonial. No es de extrañar entonces el escaso número de denuncias que existen, pese a que se estima que hay tres agresiones de género por minuto en el país (millón y medio a lo largo de un año). Uno de cada diez asesinatos en México tiene como víctima a una mujer a manos de su cónyuge. Tampoco es de extrañar que el 25 por ciento de las mujeres que cometen suicidio lo hagan para escapar de la violencia.

Un fallo de la Suprema Corte no cambia el estado de cosas de la noche a la mañana. Pero el reconocimiento jurídico de una perversión es el primer paso para combatirla. Permitirá que organizaciones civiles y de derechos humanos presionen a los jueces y a los tribunales para que acaten la ley. Propiciará campañas de difusión para convencer a las mujeres de su derecho a ejercer su sexualidad solamente de manera voluntaria. Pero sobre todo es un mensaje de la sociedad a los hombres de este país para hacerles ver que sus cónyuges no son objeto de su propiedad, pese a lo que diga el Jefe Diego.

 

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