Jesús Mendoza Zaragoza
Julio 04, 2005
En días pasados se han manifestado en nuestra región, indicios claros de la presencia criminal del narcotráfico que, de manera deliberada, está haciendo sentir su poder: ejecuciones de policías y de civiles, armamentos encontrados y atentados. Hay que tomar en serio estas señales para dimensionar la gravedad del problema y buscar respuestas proporcionadas. Sin duda, el narco ha crecido con la complicidad de quienes han manejado el poder político y se sabe que en estos negocios, la complicidad se mantiene hasta la tumba. Pero hay otro apoyo que el narco se ha construido para sostenerse: una modificación cultural con su arrollador poder corruptor. Es algo así como una subcultura o, más bien, una narcocultura, que imprime un modo de ser y conductas contaminadas por el contacto con ese submundo, cargado de inmoralidad e ilegalidad.
Como efecto del narcotráfico, se ha abierto paso, pues, una narcocultura que ha ido permeando, poco a poco, el escenario social. Los narcocorridos son una de sus múltiples expresiones. Esta cultura que se ha ido generando alrededor del tema de las drogas implica una manera de ver la vida en la que las drogas ocupan un lugar primordial. La siembra y el cultivo de las drogas, su transportación y distribución, su consumo y el lavado de dinero se han convertido en un ciclo que va infiltrándose en las relaciones sociales, introduciendo un profundo desprecio por los valores éticos. Según esta cultura, el poder del narcotráfico se ha establecido para quedarse y la adicción a las drogas es irreversible, como si estuviéramos condenados a convivir con este cáncer social. Esta narcocultura está manifiesta e inducida, muchas veces, por la corrupción de aquéllas autoridades que tienen a su cargo la lucha y el combate contra las drogas, y está alimentada por el extraordinario sistema de distribución, llamado narcomenudeo, que presume de impunidad y se adueña de las calles.
Los once obispos de la región pastoral noreste de México (Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas), en una reciente declaración titulada Narcotráfico y violencia social han llamado la atención hacia el factor cultural y ético del narcotráfico y de sus secuelas de violencia. Hablan de cuatro valores que son aplastados por la narcocultura: el primero es el valor de la vida, que sucumbe ante las formas con las que atenta contra ella, por eliminación violenta o por su deterioro a partir de las adicciones. El narcotraficante clásico llega a un grado de locura, a partir del poder que maneja, al grado que se cree con el derecho de decidir quién debe vivir y quién debe morir y cómo ha de morir. Los ajustes de cuentas son manifestaciones de esta absurda y enfermiza manera de colocarse ante el derecho a la vida que todo ser humano tiene.
Otro valor fuertemente golpeado es el de la dignidad humana, al ponerse por encima de ella la búsqueda insaciable del dinero. Se llega a perder todo sentido de la propia dignidad y de la de los demás. El narcotraficante, ebrio de poder y de dinero, pierde la dimensión verdadera de las cosas y se vuelve insensible ante el valor de la persona humana. El dinero como ídolo corrompe sus sentimientos y sus criterios y coloca a las personas al servicio de su demente voracidad económica.
El tercer valor afectado es el trabajo, con todo el esfuerzo que conlleva. Si el trabajo es una de las actividades que más humanizan y desarrollan al ser humano, el narcotráfico llega al grado de detestar todo trabajo que implique el esfuerzo. Es penoso ver cómo envuelven a los campesinos en esta dinámica que pervierte el trabajo noble de producir los frutos de la tierra. Y quien ha probado una vez el dinero fácil del narcotráfico, difícilmente llega a valorar el trabajo como una actividad noble y humanizadora. Concluyen los obispos con el cuarto valor, la legalidad. Si la legalidad es tenida como un soporte fundamental para la convivencia y el desarrollo de la sociedad, es previsible que su desprecio y su quebrantamiento sistemático, ponga a la sociedad en alto riesgo de ingobernabilidad.
La narcocultura, amasada del desprecio por la vida, por el trabajo y por la legalidad, ha llegado al punto de convencer a la sociedad de que el narcotráfico es una fatalidad. Tiene un componente fundamentalmente inmoral, capaz de poner en riesgo la integridad de las personas y las relaciones sociales, económicas y políticas. Subyace en ella un desprecio por lo más sagrado y por lo más digno. Y la hemos ido asimilando en la medida en que nos dejamos amedrentar por el poder del narcotráfico y llegamos a aceptar como algo familiar e imprescindible, el pulular de adictos por nuestras calles. La narcocultura se ha infiltrado en muchas partes, en el gobierno, en las empresas, en los bancos, en la familia, en la sociedad, y es el primer escollo que hay que salvar para encontrar una verdadera solución a la cuestión del narcotráfico. Si no participamos activamente, cambiando nuestra mentalidad y nuestras conductas afines a la cultura de las drogas, no podremos salir jamás, por más operativos policiacos y militares que se hagan y por más dinero que se gaste en programas de prevención y de rehabilitación.
Como consecuencia, la lucha contra el uso indebido y el tráfico ilícito de drogas, pasa por la educación. La educación tiene que ofrecer los valores que el narco pone en riesgo y entrenar a todos en una cultura de respeto a la vida, a la dignidad humana, a la ley y a la laboriosidad. De otra manera, el poder del narco es demoledor ante espíritus endebles y deformados.