EL-SUR

Sábado 27 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Navidad: de utopías y de esperanzas

Jesús Mendoza Zaragoza

Noviembre 28, 2022

 

Cuando la mirada se enfoca hacia lo inmediato, puede quedar prisionera del presente, que se puede convertir en un absoluto. Y cada quien mira el presente de acuerdo a sus circunstancias. A quien le va bien, lo ve bien y a quien le va mal, lo ve mal. Y el presente se puede vivir como una rutina sin encanto ni entusiasmo, y hasta en una mala rutina cargada de vicios y patologías. Por ejemplo, cuando en una familia se viven situaciones de violencia y no se prevén medidas para detenerlas. Pero es sabido que el presente tiene sus propios referentes, sin los cuales pierde su sentido: el pasado y el futuro. El presente no se puede entender ni se puede explicar sin estos referentes. El presente hunde sus raíces en el pasado, al que hay que comprender para aprender de él, en orden a construir el futuro. El pasado está condensado en el presente, a la vez que el futuro está germinalmente en las mismas entrañas del presente. Al presente lo entendemos y lo vivimos en esta perspectiva.
Con la crisis de la modernidad, cuando las grandes ideologías ya no pudieron sostenerse a sí mismas como explicaciones de la realidad y como proyecciones hacia el futuro, nos quedamos con un vacío. Siempre las ideologías se sustentan en utopías, como expresiones del futuro deseado y buscado. La ideología, en este caso, es como el armazón que sostiene una determinada utopía. Al derrumbarse las grandes ideologías, nos quedamos con un vacío de utopías. Eso pasó con el marxismo y con el liberalismo, soportes ideológicos de las utopías que nos dominaron en los últimos siglos.
De ahí que la secuela de la modernidad ha sido el pensamiento fragmentado que da como resultado una mirada escéptica hacia el futuro. En cada contexto se construyen ideas o discursos fragmentados que no tienen la fortaleza necesaria para proponer nuevas utopías. Sin embargo, nos quedó una honda desconfianza hacia todas las utopías, las grandes y las pequeñas. Y los pueblos hacen sus caminos, en medio de una gran debilidad utópica. Quizá los pueblos originarios y algunos segmentos minoritarios y vulnerables de la sociedad, esos que han estado más al margen de la cultura moderna, sean quienes tengan más capacidad para cultivarlas y promoverlas.
El caso es que la carencia de utopías pone en riesgo el avance de la humanidad, de las naciones y de los pueblos, por una razón. Si no hay utopías, no hay esperanza. Y si no hay esperanza, no hay esfuerzo que valga porque la resignación se adueña de las conciencias. Como consecuencia, nos acostumbramos a las violencias, a la corrupción y a la inseguridad; nos resignamos a las pobrezas y a los abusos de autoridad. Nos enfocamos exclusivamente en sobrevivir. Las iniciativas para mejorar las condiciones de vida se ahogan en el camino porque carecen de la esperanza necesaria para sobreponerse a la desesperanza que las suele acompañar.
Cuando la carencia de esperanza permea la vida política, la aprisiona en un pragmatismo cerrado y feroz. Sin utopías, que siempre son incluyentes e integrales, la política se vuelve inmediatista y se utiliza para intereses facciosos y no utópicos. Por eso, se siguen ciclos propios de la política, como son los procesos electorales. De suyo, la política en nuestro país se ha vuelto electorera, y eso significa que está atrapada en ciclos estrechos y carecen de una mirada a largo plazo y políticas de Estado. No pueden hacerlo porque carecen de utopías. El paradigma de la política que nos domina es así, no tiene capacidad para construir un futuro de largo alcance. Por ello, no resuelve los problemas de fondo, sino aquéllos que pueden significar una ganancia electoral. Por ejemplo, los graves problemas del agua, del manejo de la basura y de las vialidades que padece Acapulco, con este paradigma político no pueden tener solución viable. Ni tampoco el problema de la pobreza extrema ni de la inseguridad y la violencia podrán afrontarse de manera integral y sostenida.
La esperanza viene a ser el gran motor de una nación. Y se apoya en los recursos disponibles para motivar la conciencia colectiva para asumir los retos y desafíos de cada contexto. Hay recursos personales, culturales e institucionales que pueden alimentar la esperanza, como un capital intangible que nos hace capaces de vivir esperanzados y abiertos al futuro, con una actitud de inclusión. Y, por ello, capaces de afrontar los graves problemas nacionales y regionales con un gran talante esperanzador.
Uno de los diversos recursos que tenemos para cultivar la esperanza es espiritual y religioso, que se ha vuelto cultural en nuestro país. Es la celebración de la Navidad. Es una pena que esta celebración se ha manoseado tanto, por mercaderes, eclesiásticos y medios, y se haya convertido en una ocasión de consumismo y de materialismo. Se le ha arrebatado su talante espiritual que se caracteriza por la esperanza. Una promesa religiosa y mesiánica: el nacimiento de Jesús de Nazareth, que aconteció hace un poco más de dos milenios, cuya memoria ha perdurado y puede ser utilizada para fortalecer esperanzas o para matarlas. Junto con la Semana Santa, la Navidad ha quedado en el calendario como ocasión para la memoria de un acontecimiento pasado que hoy tiene un gran potencial para diseñar el futuro con el mensaje de Aquél que murió crucificado. Desde luego, señalo esto para los creyentes que buscan poner en práctica este mensaje que suele despertar y fortalecer las esperanzas en otras formas de vida no excluyentes.
Sé que el mensaje de Jesús trasciende a las iglesias y a sus creyentes, y ha servido para elaboraciones culturales que han generado beneficios en las culturas de los pueblos, en los códigos éticos y en las tradiciones populares. Lo que hoy trato de destacar es la necesidad fundamental de la esperanza para el avance de la democracia, para el desarrollo sostenible y para la construcción de la paz. Y hay que decirlo, tenemos recursos disponibles que hay que identificar, reconocer y trabajarlos. En México, tenemos el recurso de los pueblos originarios, que han sido tan maltratados, pero han sobrevivido en contextos adversos.
Los sectores oprimidos han sido quienes conservan un gran potencial para el pensamiento utópico. Precisamente sus adversas condiciones de vida les da un potencial para soñar y diseñar un futuro utópico. Sólo tienen que aprender a ser incluyentes con los otros sectores oprimidos para fortalecer las esperanzas de todos. Pienso en las luchas de las mujeres, en las de la diversidad sexual, en las de los indígenas y campesinos, en las de los desempleados y subempleados.
En tanto, los sectores dominantes carecen de dicho potencial. Ellos prefieren la visión optimista de la sociedad a la visión esperanzadora. Los optimistas viven de privilegios y lo reflejan en su optimismo, con una visión de la vida de bonanza. El optimismo es cosa de las élites, de todas las élites, que dicen que todo va bien y todo va a salir bien. Mientras que la esperanza es cosa de los oprimidos que tienen que soñar e imaginar una alternativa para el futuro.
Por esta razón, quienes arruinan y matan las esperanzas de los oprimidos, vienen a ser algo así como asesinos, porque le cierran la puerta de una vida digna a quienes viven en condiciones indignas. Y no hay cosa más urgente como esa de despertar y fortalecer las esperanzas de todos. Necesitamos imaginar un México dispuesto para todos, sin excluir a nadie e irlo construyendo desde abajo, desde los pobres y oprimidos de la tierra.