Jesús Mendoza Zaragoza
Diciembre 28, 2015
Era la Navidad del año 1940, en un campo nazi de prisioneros de guerra localizado en Tréveris, Alemania. Miles de prisioneros franceses estaban recluidos y se preparaban para la celebración de la Navidad, la que los alemanes les permitieron después de insistentes peticiones. Entre ellos estaba Jean Paul Sartre, uno de los filósofos existencialistas del siglo pasado que más influencia ha tenido en el pensamiento contemporáneo, quien enrolado en el ejército francés durante la II Guerra Mundial, también había caído prisionero. A pesar de su ateísmo explícito, había accedido, a petición de unos sacerdotes jesuitas, prisioneros también, a escribir una obra de teatro para ser representada esa noche en la que, incluso, él decidió representar al rey Baltazar, uno de los protagonistas. Barioná o el Hijo del Trueno, fue el nombre que Sartre puso a su “pastorela”.
El protagonista de esta historia navideña es Barioná, jefe de un pueblo de Judea en los tiempos de Jesucristo, cuando el yugo del Imperio Romano se hacía sentir con crudeza sobre los pueblos sometidos mediante el poder militar, a través del pago de enormes impuestos. La política colonialista romana era implacable y el tributo era brutal, tanto que sumía en la pobreza a los pueblos, como era el caso de los judíos. Un aumento de impuestos fue la ocasión para que Barioná se propusiera retar al poder romano. Mandó pagar ese impuesto, el último impuesto porque ya no se pagaría otro más. “¡Oh, compañeros! –explica a su pueblo– mi sabiduría me ha dicho: la vida es una derrota, nadie sale victorioso, todo el mundo resulta vencido: todo ha ocurrido siempre para mal y la mayor locura del mundo es la esperanza”.
La desesperanza es la afirmación de Barioná y se propone expresarla de una manera radical. ¿Cómo? Ordenando que ningún judío tenga más hijos. Así, nadie más pagará impuestos. Y así derrotará al romano explotador. “No más niños. No tendremos más relaciones con nuestras mujeres. No queremos perpetuar la vida ni prolongar los sufrimientos de nuestra raza. No engendraremos más, consumiremos nuestra vida meditando el mal, la injusticia y el sufrimiento. Dentro de un cuarto de siglo, los últimos de nosotros estarán muertos”. Es la desesperanza la antesala de la muerte. Paradójicamente, su pueblo se liberaría mediante su propio exterminio.
La “pastorela” sigue… Llegan al pueblo unos pastores anunciando que el Salvador acaba de nacer en un establo de Belén. Ese anuncio ejerce tal fascinación en todo el pueblo que todos corren a buscarlo. Y con el nacimiento de este niño, renace la esperanza. Todos acuden menos Barioná, que se cierra en su afirmación de la desesperanza. Pero al final, al ver al niño, cede a la esperanza. Allí, en el establo, es interpelado por el rey Baltazar, interpretado por Sartre: “Escucha: Cristo sufrirá en la carne porque es hombre. Pero es también Dios y toda su divinidad está más allá del sufrimiento. Y nosotros, los hombres, hechos a imagen de Dios, estamos también más allá de nuestros sufrimientos en la medida en que nos parecemos a Dios (…) Tú no eres tu sufrimiento (…) Pero tú estás más allá de tu propio sufrimiento: le das forma a tu antojo”.
Sartre, defensor de la libertad a ultranza, le da la oportunidad a Barioná para que transforme su sufrimiento en esperanza. Con la presencia del Niño le descubre que la humanidad está más allá de los sufrimientos que suelen agobiarla y que ese Niño tiene la virtud de relativizar el sufrimiento y la desesperanza. Es lo que Sartre quería decir a aquella multitud de soldados prisioneros en medio de una trágica e irracional guerra. Al tiempo que hacía una crítica mordaz al poder de los nazis, planteaba una solidaridad con los judíos perseguidos por los nazis y, también, con aquellos que eran amenazados por duros impuestos por los romanos. Y era la esperanza la que abría el camino a la solidaridad.
Hoy, tenemos un México altamente susceptible a la desesperanza. Ante los oscuros contextos, la tendencia puede ser la de Barioná: dejarnos morir. Esto no parece peor a dejarnos matar. Al dejarnos morir por la desesperanza, estamos resistiendo a quienes amenazan la vida misma y la dignidad de un pueblo. El poder del capital, protegido por la mafia política, que está vinculada al crimen organizado, no dejan muchas opciones al país. Millones de mexicanos se debaten entre el dolor, la rabia y el miedo, los que se mezclan peligrosamente y generan eso: desesperanza. Esta expresa una situación de crisis social, que también es humanitaria. Pero el fondo de la crisis es existencial, porque está en juego todo, el presente y el futuro, las personas y la sociedad, la vida y la muerte, todo.
Y muchos mexicanos nos estamos dejando morir. No ya de la forma radical propuesta por Barioná sino mediante formas diversas que expresan desesperanza. Una de ellas es la indiferencia tan generalizada, con la que disimulamos el dolor y el enojo, que nos endurece ante el sufrimiento de los demás. Nos estamos dejando morir mediante la pasividad social que permite todo a los poderosos. Permitimos la corrupción, los abusos de poder, la depredación ambiental, la violencia y la impunidad.
En medio de la desesperanza de aquel campo de prisioneros, Jean Paul Sartre tocó un terreno que está más allá de las emociones y de la razón. Un terreno que solo se toca en situaciones límite en las que se juega el destino de la humanidad y de cada ser humano. Un terreno que nos asemeja a todos los seres humanos. A ese terreno, los creyentes le llamamos Misterio. Es el campo de lo inefable, de lo inenarrable, de lo que no se puede expresar con palabras. Sartre lo tocó mediante el teatro, con toda su carga simbólica y religiosa, como él lo reconocería muchos años después.
Y el tiempo de la Navidad remite al ser humano, a esa dimensión misteriosa e inagotable de lo humano. Aunque vivimos situaciones de crisis: planetaria, humanitaria, de derechos humanos, social, política, etcétera, intuimos que el ser humano es mucho más que una crisis. Las crisis nos pueden golpear pero no nos pueden aniquilar, nos pueden zarandear pero no nos pueden matar. Somos mucho más que ellas, porque la vida está en esa dimensión del Misterio, que es una participación de la divinidad. Bien lo explicaba el ateo Sartre en las palabras que pone en la boca del rey Baltazar, citadas arriba: “estamos también más allá de nuestros sufrimientos en la medida en que nos parecemos a Dios”.
Si Navidad es el detonador de la esperanza es porque hay un contexto de desesperanza. Precisamente este contexto la hace necesaria y esto lo intuye nuestro pueblo. Aunque muchos hacen mucho ruido en estas fiestas y no permiten dejarse tocar por el misterio de la esperanza, porque es un misterio, que a final de cuantas no tiene otra explicación más que la presencia del Niño que viene a decirnos que no todo está perdido y que un horizonte nuevo se abre hacia la Vida, hacia la justicia y hacia la paz. Navidad nos permite respirar del oxígeno de la esperanza para seguir viviendo, para despertar y para luchar por la vida, por una vida digna para todos.