Humberto Musacchio
Diciembre 31, 2015
Como en los tiempos del criminal Gustavo Díaz Ordaz, hoy las cárceles mexicanas están repletas de presos políticos. Líderes comunitarios, miembros de las autodefensas, militantes de causas populares y por supuesto estudiantes pueblan esas casas del horror que son los centros penitenciarios.
Nestora Salgado y José Manuel Mireles están en prisión porque a juicio de los actuales gobernantes son un mal ejemplo. Ellos, ante la abulia y posible complicidad de las autoridades, decidieron organizar y encabezar a sus comunidades, en Guerrero y Michoacán, respectivamente para ofrecer una resistencia eficaz ante los embates de la delincuencia. Lo han pagado con cárcel.
Se podrá decir que el Estado tiene el monopolio de la violencia legítima, pero eso no pasa de ser un mal chiste cuando el Estado no está, cuando sus representantes se ausentan, se esconden o se asocian con los delincuentes. Y si eso ocurre, lo esperable es que los ciudadanos se organicen para su defensa y surjan hombres y mujeres resueltos a no permitir más el abuso atroz e impune de los delincuentes.
Esa ausencia del Estado explica la tremenda situación que se vive en toda la república, donde desde hace años es notoria la incapacidad de la fuerza pública para detener la ola de violencia criminal. El baño de sangre promovido y dirigido por Felipe Calderón dejó más de 100 mil mexicanos muertos –no todos delincuentes–, 25 mil desaparecidos y un cuarto de millón de personas desplazadas de los lugares donde vi-vían, pero no disminuyó la criminalidad.
En varias zonas del país, la intervención de las fuerzas estatales se limitaba –y se limita– a hacer acto de presencia cuando las cosas llegan a extremos de escándalo. La presencia militar más o menos aplaca a los criminales, pero todo vuelve a la normalidad violenta cuando los hombres de verde se retiran y la delincuencia vuelve por sus fueros.
Así ha sucedido en el norte de Tamaulipas, en Michoacán, Guerrero y otros lugares del país. Un amplio territorio de Sinaloa, Chihuahua y Durango se ha convertido en santuario de criminales. Es una importante zona de cultivo de mariguana y amapola y ahí la única ley es la que imponen las mafias.
En esa región incursionan fuerzas militares, pero es demasiado grande para los cuerpos represivos del Estado, incapaces de cubrir todo el país. Por eso las autoridades optan por la represión masiva y ven todo movimiento popular como una amenaza –en cierto modo lo es por la ineptitud de las autoridades– y proceden a reprimir, como lo hicieron con los normalistas michoacanos que demandan solución para los muchos problemas de sus escuelas.
La respuesta gubernamental es encarcelar a decenas de muchachos en un penal de alta seguridad, como si fueran capos del crimen organizado, e incluso a las jovencitas las mandan a prisión como delincuentes de enorme peligrosidad. Y sí, son peligrosos esos muchachos y muchachas porque su rebeldía expresa la insatisfacción de amplios sectores sociales, el fracaso del sistema educativo y la inoperancia de las autoridades.
La injusticia atrae la atención cuando se trata de casos políticos, pero de ninguna manera se detiene ahí. Policías ineptas, la institución del Ministerio Público plagada de vicios y una Judicatura podrida hasta la médula forman una maquinaria del terror que se ceba sobre los ciudadanos que caen en sus garras.
En México todo acusado es culpable mientras no demuestre lo contrario y aun demostrándolo sigue siendo culpable. Este infausto remedo se justicia se ceba especialmente en los pobres y los jóvenes, pero nos amenaza a todos, y para muestra está el doctor Félix Hoyo Arana, preso en el Reclusorio Sur de la ciudad de México bajo la peregrina acusación de haber asesinado a su esposa.
Para el juez de la causa, poco importa que el doctor Hoyo Arana sea un científico prestigiado y un humanista reconocido, un maestro que invariablemente ha inculcado en sus discípulos altos principios morales y solidaridad humana. No interesa que durante mucho tiempo fuera un abnegado compañero de su esposa enferma y que con ella en trance mortal intentara reanimarla, lo que produjo contusiones que el señor juez, seguramente sin molestarse en conocer los antecedentes del caso, consideró producidas con intención criminal.
¿Eso es justicia? ¿Vamos a seguir así en 2016? ¿Continuarán nuestras cárceles repletas de inocentes? Un Estado que siembra injusticia, más temprano que tarde cosechará rencores.