Lorenzo Meyer
Enero 19, 2017
La presidencia de Trump va a crearnos muchos problemas, pero abre la posibilidad de recuperar soberanía.
A pesar de todo, Carmen Aristegui está de regreso.
La política anunciada por Donald Trump de distanciar a Estados Unidos de México y de otros países, nos va a causar muchos problemas, pero también abre la posibilidad de recuperar parte de nuestra soberanía perdida… a un alto costo.
Lo que se está viendo en el arranque de la “era Trump” pudiera ser más que un cambio de estilo en la presidencia de la mayor potencia mundial. Puede ser el inicio de una recomposición del sistema internacional. Por ahora, lo que sorprende del “fenómeno Trump” son sus formas, pero lo que realmente debe interesar son sus contenidos.
Formas. Sobre la forma, lo que más impresiona del fenómeno fue la rapidez de su consolidación. Trump se puso al frente de una auténtica blitzkrieg política norteamericana donde un constructor multimillonario, su familia y un puñado de colaboradores, pudieron sorprender y tomar por asalto las posiciones de poder largamente ocupadas por una élite o casta política bipartidista –demócrata y republicana– que nunca consideró seriamente la posibilidad de ser atacada, desalojada de su bunker y humillada, por un multimillonario y amateur en asuntos de Estado. Al final, resulta que Trump, un conductor de reality shows, estaba más cerca de la realidad que los políticos profesionales.
Las formas del trumpismo incluyen, en primer lugar, el discurso. Trump se decidió por lo que le había dado resultado en la TV: un lenguaje llano, con frecuencia brutal y que no se preocupaba por caer en lo vulgar. Lo empleó para simplificar hasta el exceso las complejidades de la realidad nacional e internacional, pero sosteniendo que él la entendía perfectamente. Esta simplificación está en sintonía con la imagen del mundo que tiene el público al que buscó llegar el magnate y encender. Por superficial pero efectivo, su discurso resultó muy maniqueo, de blanco y negro, de honestidad y corrupción, de patriotismo y traición. Si “volver a hacer a América (Estados Unidos) grande” es la meta, la tarea es presentada de manera palmaria: hay que drenar ese pantano político que es Washington y, a la vez, tomar medidas para anteponer siempre y de manera inequívoca los intereses de los norteamericanos de buena cepa –honestos y trabajadores– por sobre los de esas élites políticas y empresariales, globalizantes, que, por egoístas, han llevado sus plantas industriales a países como México o China en detrimento del obrero industrial, ese que, con su esfuerzo y buena fe, otrora hizo grande a Norteamérica.
Fondo. La desaparición de la URSS en 1991 fue resultado de un proceso muy rápido, sorprendente, que dejó vacíos en Europa del Este y creó problemas que aún no se resuelven. Posiblemente hoy, aunque por un camino diferente, Estados Unidos también esté en un proceso de contracción imperial y vaya a modificar su entorno externo y en ese proceso destruya acuerdos y cree vacíos y problemas que alguien va a llenar y a tratar de resolver.
Examinando lo declarado antes de asumir como 45° presidente de Estados Unidos, resalta que a Trump no le interesan algunas de las alianzas históricas tejidas a lo largo de la Guerra Fría por Washington. Para empezar, está el Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN). Durante los años de confrontación con la URSS, México fue visto como parte sustantiva de la seguridad norteamericana. Cuando en los 1980 el modelo económico mexicano falló y los préstamos de emergencia del FMI no fueron suficientes para asegurar su viabilidad, el Washington de George H. W. Bush y William Clinton aceptó apuntalar al sistema priista mexicano, incorporando su aparato productivo al norteamericano vía un TLCAN propuesto por Carlos Salinas. Sin embargo, hoy Trump ya no considera a la estabilidad y desarrollo de México como parte del interés de su país y sí ve ganancia política en culparlo de algunos de los males sociales norteamericanos y, por tanto, propone un distanciamiento con el vecino del sur.
Desde esa misma perspectiva, Trump tampoco considera indispensable para el interés de su país y sí muy costosa, a la OTAN, y no aprecia a su contraparte económica: la Unión Europea (UE). En contraste, el magnate y presidente electo aplaude la salida de Gran Bretaña de la UE, pues juzga esa decisión como una forma de desalentar el flujo mundial de refugiados, a los que sin duda equipara con los indocumentados en Estados Unidos. Además, no pareciera encontrar ninguna razón de fondo para seguir considerando a Rusia como el gran rival y sí como un posible aliado en la lucha contra el islamismo radical en Siria. En el horizonte trumpista es China, por su creciente poderío económico, la que aparece como un peligro creciente, pero como los acuerdos de libre comercio le resultan indeseables, Trump no acepta la idea de enfrentarla con el Tratado Transpacífico, pensado originalmente por Washington como un instrumento de libre comercio para competir y contener a China: la quiere confrontar directamente.
Meterse a rediseñar el Medio Oriente pareciera ser algo que a Trump no le interesa y sobre Sudamérica o África simplemente no ha dicho nada. En fin, que el trumpismo tiene la capacidad de empezar a modificar el sistema mundial, pero sin un plan claro y sin saber a qué costo y con qué consecuencias. El reto es para él y para nosotros: podríamos proponernos recuperar soberanía, aunque va a costar y mucho.
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