Lorenzo Meyer
Mayo 27, 2019
AGENDA CIUDADANA
En estos días se escucha que el mundo está en los prolegómenos de una nueva “Guerra Fría”, The Economist (18/05/19) o The New York Times (20/05/19). El conflicto que hoy tiene lugar entre China y Estados Unidos es básicamente de carácter comercial e implicó un intercambio por 635 mil millones de dólares en 2017. Sin embargo, esa disputa va más allá de lo comercial; se trata de redefinir el papel que cada una de las potencias jugará en un mundo que ya dejó de ser unipolar y donde este siglo ya no puede ser como lo pretendieron ideólogos norteamericanos conservadores como Dick Cheney, Robert Kagan o William Kristol, que tras la desaparición de la URSS abrigaron la idea de dar forma al “nuevo siglo americano” como consecuencia del triunfo sobre su rival comunista. Hace años que cerró sus puertas la fundación creada para apoyar ideológicamente tamaña aspiración.
Se puede pensar que los mexicanos, como parte de una sociedad periférica, poco o nada tenemos que ver o hacer respecto a las magnas confrontaciones entre grandes potencias. Sin embargo, desde que la globalización sentó sus reales en el planeta en el siglo XVI, los enfrentamientos entre las potencias han llevado a conflictos que, a querer que no, han dejado huella en nuestra sociedad. De agravarse el choque Washington-Pekín, y aunque no desemboque en una lucha abierta, México lo va resentir. Y es mejor ir pensando en posibles escenarios para no ser meros objetos de las circunstancias.
Echando la mirada al pasado, se puede comprobar que los choques inter o intra imperiales siempre dejaron huella en la Nueva España primero y en México después.
En el siglo XVIII tuvo lugar la Guerra de los Siete Años entre Francia e Inglaterra y sus respectivos aliados –quince en total, entre ellos España, aliada de Francia. Entre las repercusiones de ese conflicto en América destacan dos: la disminución de la influencia francesa en la parte norte del continente y, sobre todo, el aliento a la participación política de Nueva Inglaterra que desembocó en la independencia de las trece colonias inglesas que, a su vez, dio pie a la creación de Estados Unidos y a la aparición de un inesperado foco de expansión territorial y económica al norte de la Nueva España, que terminaría por ser un problema para el gobierno de Madrid, pero sobre todo para su sucesor, el de México.
La Revolución Francesa y las guerras napoleónicas que le siguieron (1789-1815) desembocaron, de nuevo, en un conflicto mundial. Para México, esa lucha europea significó el debilitamiento de una España que se vio obligada a luchar por su independencia y experimentar el efecto del liberalismo –Constitución de Cádiz–, lo que terminó por ser un disparador de una serie de rebeliones de independencia en el imperio español en América que llevarían al nacimiento de nuevas naciones, entre ellas la mexicana. La desaparición del imperio español en nuestro continente también alentó la expansión territorial norteamericana y la influencia económica y política británica en la región.
Una guerra brutal al interior de Estados Unidos entre 1861 y 1865, suspendió a la llamada Doctrina Monroe y facilitó primero la aventura francesa en México y la existencia del Segundo Imperio (1863-1867), pero la derrota de los rebeldes surianos volvió a solidificar a Estados Unidos y a influir en el triunfo decisivo de los liberales mexicanos sobre sus adversarios conservadores.
La breve guerra hispano-americana (1898) afianzó la influencia norteamericana sobre El Caribe y limitó más de lo que ya estaban, las posibilidades de acción de México en esa región y en Centroamérica.
En el despuntar del siglo XX, la I Guerra Mundial coincidió con la fase de la lucha de las facciones de la Revolución Mexicana, que se desarrolló con poca interferencia externa efectiva, al punto que los ganadores –los carrancistas– pudieron resistir las presiones para sumarse a uno de los bandos en la lucha mundial y pudieron elaborar en relativa libertad una Constitución nacionalista y progresista pese a que las tropas norteamericanas estaban en Chihuahua –la “expedición de Pershing”– y elaborar los principios de una doctrina internacional anti imperialista.
La II Guerra Mundial, continuación de la Primera, abrió la oportunidad para que México se uniera a las “democracias” y negociara en términos muy favorables su deuda externa, las reclamaciones por daños causados a extranjeros durante la Revolución, los términos de la expropiación petrolera, la cooperación militar, la comercial, el tratado de aguas con Estados Unidos y el acuerdo de braceros, entre otros.
La Guerra Fría (1947-1991) fue bien aprovechada por el presidencialismo autoritario priista para recibir la certificación de democrático, tener el respaldo de Washington y la libertad de ejercer una independencia relativa –sólo a México se le permitió mantener su relación política con Cuba– a cambio de garantizarle la plena estabilidad política a lo largo de toda la frontera sur norteamericana.
La historia nos dice que un nuevo choque entre potencias –China-Estados Unidos– puede causarnos problemas, pero también abrirnos oportunidades. En cualquier caso, habrá que estar alertas para, en la medida de nuestras posibilidades, minimicemos los primeros y maximicemos las segundas. Por ejemplo, explorar con cautela el aumento de relaciones económicas con China, convencer a Estados Unidos de las bondades del T-MEC o del proyecto mexicano en Centroamérica para disminuir las corrientes migratorias y, en la medida de lo posible, minimizar los envites de la actual presidencia norteamericana para no constituir un blanco a modo que le compense posibles fallas en los choques con China o Irán.
Hay que adentrarse en este siglo XX con los ojos bien abiertos y la conciencia de que ninguna de las potencias en pugna lo tiene ganado y que eso lo mismo abre posibilidades que genera peligros.