EL-SUR

Sábado 20 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Nota más el peso del mundo cuando forma parte de él

Federico Vite

Mayo 17, 2016

Es de origen griego, pero nacido en Estados Unidos. Su primer libro tuvo una recepción impresionante en todo el mundo. Las vírgenes suicidas (1993), en gran parte por la película que hizo Sofía Coppola, logró posicionar a Jeffrey Eugenides como un autor hecho y derecho, alguien de quien se esperaban grandísimas cosas, no sólo como un contador nato de historias sino como un renovador del arte de la ficción; mucha gente, críticos y escritores anglosajones, veían en él al mesías de la novela. El uso de una voz en primera persona del plural fue el gancho que llevó a Eugenides al territorio de los autores con creatividad, con variantes, los que salen de los recursos literarios simplones, llevaderos, convencionales. Nueve años después apareció en la mesa de novedades editoriales Middlesex (Traducción: Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, España, 2003, 673 páginas). Eugenides se propuso, con su segunda entrega editorial, agrandar el horizonte propuesto por su primer libro. Se dio a la tarea de escribir, más que un documento sobre la identidad sexual, una acumulación de asombros, relacionados todos ellos con la figura bicéfala de Cal Stephanides. “Nací dos veces: fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974”. Así comienza la novela y Eugenides pone en marcha los recursos de un autor maduro; sube y baja la intensidad del relato, cambia las velocidades y el ritmo de la prosa.
El libro se desdobla en dos partes, pero no fueron divididas porque Cal aparece como hilo conductor que entra y sale de la mente de los personajes. Es justamente quien narra, a manera de biografía, la compleja manufactura del deseo.
La voz que cuenta esta historia trabaja con el tiempo, con la memoria y refiere a un proceso biológico como el truco esencial para mostrar el hilo negro, la orfebrería, de esta novela. Dice Eugenides en voz de Cal: “Todo lo que pasa estará teñido de la experiencia subjetiva de formar parte de los acontecimientos. Aquí es donde mi historia se divide, se escinde, sufre una meiosis (proceso de división celular, propio de las células reproductoras, en el que se reduce a la mitad el número de cromosomas)”. Esa voz ingresa literalmente a los personajes, como si le bastara recrear algunas emociones para instalarse en ese carril de experiencias subjetivas que, para sorpresa del lector, agrandan la intensidad de la novela; pero no afianza el factor de verosimilitud en los hechos. Cito al autor en voz de Cal: “ Y ahora mucho me temo que debo entrar en la cabeza del padre Mike. Estoy fascinado, no puedo resistirme. En la superficie de su mente hay una remolino de miedo, avaricia y desesperadas ansias de fuga. Todo lo que cabe esperar. Pero más adentro, descubro cosas que nunca he imaginado sobre él”. La voz empieza a dotar de corporeidad los movimientos del padre Mike, describe objetos familiares como novedades tecnológicas que no requieren de tanta atención. Hay un engolosinamiento en el narrador, pero para fortuna de los lectores, este libro no se fundamenta sólo en la visión del mundo de Cal, en la descripción de la experiencia transferida, sino en la serie de personajes que hacen girar la trama: este hecho nos habla más del oficio acendrado de Eugenides. Cada personaje tiene un motivo definido, de tal forma que empujan, como una imitación del oleaje, a la irremediable transformación del protagonista de Middlesex.
Con la precisión de formar parte de un caldo de cultivo biológico, Cal toma los personajes femeninos de su vida para mostrar su educación sentimental; los personajes masculinos quiebran todo, olvidan todo y mueren espectacularmente. La última parte del libro es la que cobra mayor intensidad, cuando el personaje, contrario a la transferencia de experiencias, expone la vitalidad de sus fracasos, la incomprensión del presente que posee y la incertidumbre del futuro. De manera emotiva, balbucea que por fin siente el peso del mundo, justo ahora, cuando forma parte de él.
Como sabemos que no hay nada nuevo, que en todas partes se cuecen habas, Eugenides no es novedoso en la manufactura ni en el tema; pensemos en Tiresias, por ejemplo, y aunque parezca engorroso, también pensemos en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Middlesex es uno de esos libros que forma parte de cierta alquimia de laboratorio, parece una variante del clembuterol en las arterias literarias. Estamos ante una novela hecha a base de riñones que indaga regiones grises del alma y reconcilia, con la seriedad necesaria de un oficiante literario, las contradicciones de un espíritu hermafrodita. El misterio que hace arder la ficción, pareciera confesarnos Eugenides, es la transmisión de una experiencia, pero pasada por las aguas de la estética, pasada por las aguas de todos los datos que se disponen sobre uno mismo con un simple objetivo: arder para convertirlo todo en algo irrepetible. Que tengan un sabroso martes.