EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Novelas del desasosiego (Tercera de tres partes)

Federico Vite

Julio 03, 2018

Si usted va caminando, o en su auto, y antes de llegar a casa se encuentra con un retén de la Policía Ministerial, ¿qué piensa cuando varios hombres armados, y con el rostro cubierto con pasamontañas, le piden sus documentos, le preguntan en qué trabaja, dónde viene y con quién estaba? Si no trae papeles se convierte en sospechoso, lo revisan (también al auto) y comienza un interrogatorio que culmina con un largo silencio mientras anotan los datos del vehículo y de usted. Es terrible leer La verdadera noche de Iguala (Grijalbo, México, 2016, 372 páginas), de Anabel Hernández, y encontrarse con un retén (cosa común en Guerrero) en una calle solitaria, porque no es novedad que en este país cualquier policía da miedo, se le teme a los federales, a los ministeriales y a la Gendarmería. Se perdió la confianza y justamente por eso —siguiendo la línea de pensamiento de los dos libros anteriormente comentados La pirámide y Noticia de un secuestro— encuentro una gran valía en el reportaje de Hernández, quien muestra la capacidad del Estado para establecer la verdad (tergiversa versiones de los hechos, como si la distorsión fuera una de las bellas artes) y gracias a múltiples resquicios legales moldea los esquemas de una simulación, vertebra una mentira histórica.
Hernández señala que un hecho profundamente lamentable y atroz, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, es el resultado de una conducta servilista del Estado, un organismo vivo que criminaliza a quien lo critica y a quien obstruye su expansión. El Estado, afirma, procura los negocios ilícitos y facilita las operaciones corruptas, viola los derechos básicos de la población, tortura y mata.
La reportera es hábil para evidenciar las argucias legales que encubren a alguien que está por encima del Estado, porque ese alguien dio la orden al Ejército, a los federales, a los estatales, a los ministeriales y a los municipales; se trata de una persona que detenta el poder en Guerrero y su palabra es ley, pronta y expedita ley.
Anabel refiere que la mentira histórica está fundada en la declaración del policía Hugo Hernández Arias, quien fue comisionado para asegurar la sede del informe de María de los Ángeles Pineda Villa, presidenta del DIF, en Iguala. “La alteración de la declaración de Hernández Ávila fue clave para la fabricación de la denominada ‘verdad histórica’ creada por la Procuraduría General de la República (PGR) en enero de 2016 para deslindar de responsabilidad al gobierno federal y al gobierno de Guerrero”, asevera la autora de este reportaje indispensable para comprender el abuso del poder en México.
Me abruma saber que el gobierno estuvo perfectamente informado del ataque contra los estudiantes; se valió del Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C4) de Iguala para estar al tanto de los hechos. Tres horas antes de la primera agresión comenzó el monitoreo a los estudiantes.
El lector tiene en sus manos un documento de enorme valía, pues Anabel Hernández arma un rompecabezas que parece creado al alimón por el escritor Franz Kafka y el cineasta Amat Escalante. Lo peor de todo es que se trata de una infame historia real que se caracteriza (horroroso estado de normalidad) por la tortura y por la fabricación de culpables: amenazas, golpes, descargas eléctricas en los testículos, en el paladar y en el recto; más golpes, intento de asfixia con una bolsa de plástico, violaciones con piezas de madera y de metal, más amenazas y finalmente, esos hombres y mujeres, quienes fueron detenidos la azar, estampan su nombre y su firma en las declaraciones que les ponen al frente: se declaran culpables de algo que ni siquiera conocen.
La noche del 26 de septiembre de 2014, afirma Hernández, le informaron a un narcotraficante con un importante nivel de operaciones en Guerrero, quien se encontraba en Iguala, que estudiantes de la Normal de Ayotzinapa iban a bordo de dos autobuses en los que se ocultaba un cargamento de heroína, cuyo valor estimado es de 2 millones de dólares; los normalistas ignoraban que habían tomado camiones ‘importantes’, marcados.
“Aunque el capo estaba acostumbrado a traficar varias toneladas de heroína, la cantidad que transportaban los autobuses no era menor y no se podía permitir ese robo, aunque fuera accidental; si lo toleraban, se perdería el orden en la plaza. Si se mata por 20 mil dólares, ¿por 2 millones? Es una manera de operar. La recuperación de la mercancía era un tema de dinero y un tema de autoridad, si se permitía ese robo después habría más”, explica un informante de enorme credibilidad, un personaje que se reunió con Anabel en varias ocasiones durante 15 meses, justamente el tiempo que invirtió en La verdadera noche de Iguala, un libro que debería leerse mucho más, debería comentarse mucho más y reseñarse ampliamente. Este volumen tiene muy poca difusión; de hecho, son más publicitados, como insurrectos, los libros de Jorge Volpi en Alfaguara. Pero volviendo al tema, este reportaje merece su atención, muestra con una certeza dolorosa que la PGR no buscaba esclarecer los hechos, claramente fabricó una versión de lo sucedido para ocultar la verdad (seis personas asesinadas y 43 desaparecidas) y para proteger a los responsables del exterminio. El Estado recurrió a la tortura de manera sistemática para ‘resolver’ el caso.
Como bien dijo el sexy Michel Foucault, la relación entre el poder y el saber funda el poder político y me temo que eso sirve para desestabilizar cualquier Estado de derecho, ese es el paradigma sondeado por estos tres artículos. Sirva como final esta sentencia: reflexionar sobre la crueldad y la muerte redefine nuestra forma de encarar la necropolítica. Tal vez así entendamos la intervención del Estado en la aciaga noche del 26 de septiembre de 2014. Sin duda que hace falta explicar por qué tanta violencia. ¿Por qué? Si vivos se los llevaron… y con esa frase también pienso en mis amigos, en mis vecinos, en mis familiares, en todos aquellos que han sido devorados por el silencio.