Raymundo Riva Palacio
Octubre 23, 2018
Por una razón inexplicable, Andrés Manuel López Obrador sigue cosechando enemigos antes de que asuma la Presidencia. El tiempo de construir lo ha dedicado en buena medida a destruir, al pelear con diferentes sectores. Internamente la emprendió contra las Fuerzas Armadas y contra la burocracia, a los que acusó de violadores de los derechos humanos, corruptos y llenos de privilegios. Hacia fuera, se ha confrontado notoriamente con empresarios y medios de comunicación. No son todos, pero esta muestra permite ver hasta dónde está dispuesto a llegar para lograr lo que denomina la Cuarta Transformación. No tiene tiempo que perder, y a 40 días de asumir el poder está clara la ruptura.
Las reacciones por los agravios han surgido de diferente manera. Hacia el interior de la administración pública, el ejemplo más sobresaliente es la burocracia, que no ha chocado con él; simplemente, lo está abandonando. Cerca de mil funcionarios han solicitado su jubilación anticipada o piensan renunciar, que es una acción colectiva, no consensuada, que López Obrador ha desestimado. Hacia fuera de lo que será su gobierno, agentes económicos y sociales están observando el reordenamiento del régimen que quiere edificar, para ir encontrando su nuevo rol.
Al no ser aún presidente constitucional, la ruta la señala el Legislativo, donde las mayorías de Morena en el Congreso y el Senado avasallan a la oposición para apurar los cambios legales que necesita la Cuarta Transformación. El Poder Legislativo, uno de los tres pilares del Estado mexicano, está sometido al presidente electo, quien lo tiene subordinado, convertidos diputados y senadores en obreros de la fábrica de leyes donde trabajan como autómatas parlamentarios. No hay espacio para la discusión ni para el cuestionamiento en las cámaras. El aplastamiento a las minorías se da con sevicia política. La urgencia por servir al jefe político de una forma acrítica, peligrosamente, ha eliminado al Poder Legislativo como uno de sus pesos y contrapesos.
Elizur Arteaga, amigo de López Obrador y uno de los más brillantes constitucionalistas que ha dado este país en los últimos 50 años, escribió en septiembre en Proceso: “Morena ha asumido parcialmente el poder; lo ha hecho durante unos días. A pesar de ello, ya tuvo salidas en falso; ha violado la Constitución Política, las leyes, los reglamentos y las prácticas parlamentarias… Morena pretende aglutinar a hombres libres y dignos. Nos comprometimos a realizar un cambio verdadero, y este únicamente se puede alcanzar dentro de la ley”. La descripción de los primeros días legislativos de Morena realizada por el maestro Arteaga y su crítica legalista, no tuvo mella alguna. En las cámaras abandonaron el papel de contrapeso del Ejecutivo y están hincadas ante López Obrador.
Ahí, en el intento de conculcar la Constitución, es donde está la resistencia de fondo más abierta. El Poder Judicial, otro de los tres pilares del Estado, escogió una ruta diferente a la de muchos actualmente: confrontar al presidente electo. Dentro del Poder Judicial están decididos a enfrentar el proceso de desinstitucionalización implícito en la Cuarta Transformación, y oponerse al proceso de destrucción de las instituciones como las conocemos. Si acaso a alguien se le olvida, el cambio en el proyecto de López Obrador no es el remplazo de cuadros únicamente, sino la transformación de instituciones, que no sean autónomas –de ahí los ataques al INE, al Tribunal Electoral, al Banco de México, o al INAI–, o que no estén bajo su control, como lo esfuerzos por acotar y transformar al Poder Judicial.
El ataque al Poder Judicial comenzó con la presión para que los ministros reduzcan sus salarios, bajo el discurso de la austeridad republicana, que no sólo viola la ley al vulnerar su autonomía, sino afecta su funcionamiento. Siguió con una serie de iniciativas de Morena para que el Legislativo sea quien fije los plazos de las asignaciones de los jueces y magistrados, y no el Consejo de la Judicatura. En la cocina del presidente electo se encuentra también la desaparición de la Suprema Corte por un Tribunal Constitucional.
Los jueces y magistrados están en desacuerdo. Colectivamente están analizando estrategias para defender la independencia judicial. La separación de poderes no es algo nimio, ni su defensa algo que deba ser liquidado por los pericos del presidente electo en las redes sociales. La separación de poderes surge de siglos de desarrollo político y filosófico, y tiene en Aristóteles, con su tratado Política, a su padre. La independencia del Poder Judicial es uno de los principios más importantes del Estado de derecho y, en palabras de James Madison cuando se escribía la Constitución de Estados Unidos, busca protección de la “tiranía de la mayoría” al formar parte de un diseño de gobierno balanceado, con tres ramas iguales pero separadas, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.
Desaparecido o disminuido el Legislativo como poder, el Judicial llevará su defensa al Instituto Interamericano de Responsabilidad Social y Derechos Humanos, cuyo presidente Víctor Rodríguez Rescia, quien actualmente también preside el Centro de Derechos Civiles y Políticos en Ginebra, ya sostuvo su primer encuentro con jueces y magistrados mexicanos para tomar el asunto. Es decir, la estrategia es internacional. Llevarán el caso a tribunales extranjeros, donde lo que está sucediendo en México no pasará desapercibido, porque el alegato de cómo se está afectando la independencia y autonomía del Poder Judicial, es persuasivo.
Si López Obrador no comprende o no quiere ver el daño que le está empezando a hacer a su Presidencia antes de entrar en funciones, su equipo tiene que hacérselo notar. Debe corregir para evitar que lo vean y traten en el mundo como un político empeñado en destruir el funcionamiento de una democracia para convertirse en autócrata.
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