Lorenzo Meyer
Julio 07, 2016
Para el presidente Obama el concepto de populismo no debe de tener una connotación negativa. Y él mismo se identificó con ese tipo de política.
Antes de entrar en materia, esta columna quiere reconocer y agradecer a Brozo por esos singulares editoriales que elaboró, sin cortes, de 6:30 a, más o menos, 7:00 de la mañana, en su programa de televisión El Mañanero. Por seis años un payaso inteligente y sensible desmenuzó con humor agridulce nuestra deprimente realidad política y social. Se le echa ya de menos.
Ahora examinemos un aspecto de esa realidad. Sin proponérselo, el presidente norteamericano dio una lección a su homólogo mexicano en torno a la definición de conceptos, al menos así se puede interpretar lo ocurrido en una conferencia de prensa en Canadá. Se trató de cómo definir adecuadamente el término “populista”, un concepto muy usado hoy en el discurso de la derecha mexicana para descalificar a la izquierda que le preocupa.
Lo contrario ya había ocurrido: que un presidente mexicano pretendiera darle lecciones a uno norteamericano. Pero a diferencia de lo ocurrido en Ottawa, el incidente en México sí fue premeditado. Tuvo lugar hace 37 años, cuando el gobierno mexicano creyó tener, gracias a su enorme riqueza petrolera, más poder del que en realidad tenía. El 14 de febrero de 1979, al término de una comida oficial, José López Portillo se propuso explicarle a James Carter –que estaba de visita en México pese a que acababa de estallar la crisis de los rehenes de la embajada norteamericana en Irán– que: “Entre vecinos permanentes y no ocasionales, el engaño o el abuso repentinos son frutos venenosos que tarde o temprano revierten”. Se trataba de una reclamación por la negativa del Departamento de Energía de Estados Unidos de comprar gas mexicano a un precio previamente acordado y que había llevado a Pemex a invertir millonadas en un gasoducto para poner el combustible en la frontera. La prensa norteamericana despedazó a Carter por no responder in kind a lo que vio como una humillación a la dignidad de su mandatario.
Hoy nada permite suponer que Obama se propuso dar una lección al presidente mexicano, pero se la dio. El hecho ocurrió al final de una conferencia de prensa conjunta de los tres jefes de Estado del TLCAN, en Ottawa, el 29 de junio. Tras presentar en buenos colores los supuestos beneficios del libre comercio, una reportera de Reuters le preguntó a Enrique Peña Nieto si él seguía sosteniendo su comparación entre Donald Trump, el candidato presidencial republicano y sus posiciones antimexicanas, con Hitler y Mussolini. EPN aprovechó la ocasión para lanzarse, una vez más, contra los populismos en general, a los que calificó de demagógicos, simplistas y que sólo buscan destruir lo que los verdaderos estadistas han construido a lo largo de decenios. Cuando EPN, los suyos y la derecha mexicana condenan el populismo, todos entienden que el mensaje es específicamente contra Andrés Manuel López Obrador y su partido, Morena.
Hasta ahí, todo normal, la conferencia continuó y abordó asuntos de energía, pero entonces, sin venir claramente a cuento, Obama decidió intervenir para discutir “todo el tema del populismo” pues dijo que él no estaba de acuerdo en calificar de populista a cualquiera. El, afirmó, optó por la vida política precisamente para, por un lado, ayudar a ampliar las oportunidades para la gente menos favorecida, para los trabajadores y sus hijos y, por otro, para limitar los excesos del sistema financiero e impedir la evasión de impuestos de quienes debían contribuir más a la tarea común. Y añadió, por ese tipo de políticas “a mí, bien se me puede calificar de populista” pero puso como un ejemplo de populismo puro al senador Bernie Sanders, el socialista precandidato presidencial demócrata, que “genuinamente se ha unido a la lucha a favor de los trabajadores”. En pocas palabras, el calificativo de populista es un timbre de orgullo y que se gana con la biografía. En contraste, aquellos que sólo usan la coyuntura para decir, por conveniencia, que ahora sí se identifican con la causa de los que están perdiendo en el reparto del pastel y que sólo por convenir a sus intereses se dicen identificados con la causa de los menos favorecidos, esos, para Obama no tienen derecho a ser calificados de populistas sino de meros xenófobos, “nativistas” o, peor aún, de cínicos.
Obama concluyó con una recomendación que le viene como anillo al dedo al grupo en el poder en México y a la derecha en general: no se le atribuya a cualquiera que quiera pescar en el río revuelto de los malos tiempos económicos el calificativo de populista, sólo pueden serlo los que desde tiempo atrás estuvieron y actuaron desde esa trinchera. Claramente Obama descalificaba al Trump multimillonario que apenas hoy acaba de descubrir a los trabajadores industriales blancos desplazados por el libre comercio, la migración y la escandalosa concentración de la riqueza.
Sin querer o quizá “sin querer queriendo”, ese Obama que calificó algunas de sus propias políticas de populistas, que legitimó la bandera del populismo y que demandó precisión en la definición del concepto antes de blandirlo como una descalificación en la lucha de intereses, dio una lección que deberían tomar en cuenta Peña Nieto y muchos otros. Mussolini, Hitler o Trump, entre otros, no son populistas y si son perfectos ejemplos de cinismo político extremo, (véase /www.whitehouse.gov/the-press-office/2016/06/30/).
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