Gibrán Ramírez Reyes
Febrero 07, 2018
A partir de la crisis de 2008 se vive un auténtico cambio de época. Los regímenes neoliberales se han desestabilizado y, donde no sean derrotados electoralmente, tendrán que replantearse de algún modo híbrido –en Estados Unidos, el replanteamiento lo realiza Donald Trump, después de que se bloqueara el paso al antineoliberal Bernie Sanders. En el tiempo que amanece, los gobiernos habrán de ser de amplias alianzas y heterogéneas coaliciones, bajo uno o más emblemas partidistas, no de partidos puros, porque serán apenas parte de una rearticulación social mucho más general. Lo que importa, como siempre, es quién tiene la voz cantante de estas rearticulaciones. Ese es en realidad el fondo del problema, que no existe sólo en México pero que sí se acentúa entre nosotros. Cuando se condena la inclusión de alguna persona o grupo en una alianza, no se trata casi nunca del juicio llano sobre la coherencia y la consistencia de quien lo incluye, aunque así se presente, sino más bien de los fines últimos que dicha alianza proponga.
Siempre, la izquierda ha sido la principal enemiga del oportunismo, y en no pocas ocasiones se le pasó la mano al condenar muchas actitudes contrarias al sectarismo, tendientes a la inclusión, que en su momento se calificaron de oportunistas o claudicantes. Como era oportunista quien tomara posibilidades de avance del hecho fundamental de traicionar sus ideas, esta palabra se usó con frecuencia, pues existe un espacio de distancia entre las ideas de cualquier persona y sus actos que pueden juzgarse bajo ese tamiz. Esa vigilancia extrema era normal en tiempos en que la izquierda no podía acceder al poder: si no se podía triunfar, había que conformarse con, por lo menos, tener la razón. En los setenta y ochenta, por poner un caso, se reprochó al Partido Comunista Italiano que fuera en alianza con la corrupta Democracia Cristiana, pero seguramente se habría juzgado diferente si la izquierda hubiera logrado ser el agente hegemónico en una alianza que ni siquiera logró consumarse totalmente. Es un debate de bastante miga, pero por el cual fue cuestionado el Partido Comunista y no la Democracia Cristiana. Era éste el que abandonaba parcialmente sus principios –el que debía ponerse en tela de juicio.
También hay ejemplos en México. El más recurrente, siempre, es el de los zapatistas y su altura de miras, que para hacer avanzar reivindicaciones locales y de carácter social, supieron apoyar en su momento a sectores con los que difícilmente coincidían, como los carrancistas, con el objetivo de impulsar un cambio de régimen –prioritario para que sus demandas pudieran avanzar, así fuera en el futuro, como después sucedió. El mismo ascenso de Lázaro Cárdenas al poder, que se dio por vías no populistas, consistió en formar alianzas amplísimas que lo hicieran el candidato obvio del régimen. Y por eso, entre otras cosas, los comunistas mexicanos lo acusaron de socialfascista: un candidato dizque de izquierda pero que recurre a caciques y oligarcas para triunfar. Dios bendito, qué susto. Nadie pensaría que, con sus alianzas, Cárdenas llegaría a ser el principal referente de un gobierno de izquierda en México y un freno parcial a las oligarquías.
Entre las alianzas con indecentes están también las preventivas, en general parte del género más amplio de las antifascistas –a las que pertenece la italiana que ya mencioné. Uno de los casos más conocidos fue el de la segunda vuelta de la elección de 2002 en Francia. Ante el riesgo de que el fascistoide Jean-Marie Le Pen ganara en la segunda vuelta, a la que pasó, la izquierda francesa decidió adherirse a la causa de Jacques Chirac, derechista antes acusado de corrupción. La preferencia por la derecha en lugar de la extrema derecha, desde luego, le granjeó a la izquierda francesa el aplauso y el reconocimiento a su talante democrático, aunque su apoyo a Chirac no fuera entusiasta.
Otras alianzas, festejadas como referentes del arte de la política, han sido las de las transiciones a la democracia. Se repiten hasta el cansancio los casos de Uruguay, Chile o España, donde izquierda y derecha, decentes e indecentes, congruentes y oportunistas, se aprestaron a reinstaurar la democracia. Como la prioridad era cambiar de régimen, e instalar un pluralismo con respeto a las mínimas libertades, entonces la inclusión de los distintos se justificaba.
Creo que está claro que la validez de las alianzas implica, para los observadores, irremediablemente, cuáles son las metas que consideran válidas y cuál es la medida en que consideran que una situación es de emergencia. Quienes festejan los pactos de opuestos pero condenan la apertura de Morena y AMLO como oportunista, quizá no consideran que el mexicano actual sea un espacio de emergencia nacional y que el imperativo de probar con algo distinto no se justifica ni con la andanza imparable de la máquina de muerte en este decenio –200 mil muertos, 32 mil desaparecidos, muchísimos más que en dictaduras crueles como la de Pinochet–, ni con la crisis del modelo económico, ni con la crisis de representación de los partidos del régimen. Es válido y deberían decirlo. Y si el problema es ese, si la medida es la validez de los fines del régimen actual y los de la alternativa, entonces puede ser que deberíamos saber la definición de lo deseable de nuestros intelectuales, sobre todo de los autodefinidos liberales. Pero para eso no sirve que pontifiquen desde allá arriba, desde la nube de su sagrada falsa neutralidad.
@gibranrr