EL-SUR

Sábado 04 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Pablo Galeana. El asalto a La Roqueta

Anituy Rebolledo Ayerdi

Agosto 10, 2023

Tomar el fuerte

El generalísimo José María Morelos y Pavón está convencido de que para tomar a Acapulco debe antes apoderarse de la fortaleza de San Diego. Se trata de una obsesión nacida en él a partir de que el cura Miguel Hidalgo le encomendó levantar el centro y el sur de México. También está cierto de que para lograrlo deberá tener una capacidad de fuego por lo menos similar a la de la fortaleza. O sea 200 hombres, 80 poderosos cañones de Manila, operados por 50 artilleros profesionales, además del control de las baterías localizadas en los cerros La Mira, El Padrastro, Las Iguanas y La Pinzona.
Todo lo anterior, sí, –advierte el cura guerrero– pero primero deberá tomarse la isla de La Roqueta pues desde ella se aprovisiona al fuerte de alimentos, pertrechos y medicinas, traídos del puerto de San Blas, Nayarit. De todo, menos de agua porque sus veneros son inagotables, subraya.
–¡Bueno, pues entonces capturemos La Roqueta!, –propone el teniente coronel Pedro de Iturrigaray, –mismo que se ofrece para preparar el plan del asalto.
La empresa no se presenta fácil, pues la defensa del macizo está compuesta por una compañía de infantería, tres cañones pequeños, dos lanchas, 14 canoas y la goleta Guadalupe, armada con esmeriles (cañones antiguos) y fusiles, también llegada de Nayarit. Con el plan de Irrigaray en las manos, Morelos lo califica de perfecto y sin mucho pensarlo comisiona para ejecutarlo al capitán Pablo Galeana. Un campesino tecpaneco, treintañero, a quien ha llegado a querer como a un hijo, además de admirarlo por su valor de linaje espartano. Primo del coronel Hermenegildo Galeana quien, por su parte, obtiene permiso del sacerdote para apadrinar al pariente en su primera incursión.

El asalto

La arriesgada misión se inicia a las 11 de la noche del 8 de junio de 1813, a partir de la caleta (hoy playa Caleta). Al joven capitán se le dota de 80 hombres del Regimiento Guadalupe y dos canoas, una de ellas, por cierto, propiedad de la familia Galeana. El traslado de los hombres se dificulta porque aquella noche llovía tanto que, al decir del capitán Isidoro Montes, de La Unión, “el cielo parecía haberse desfondado”. Éste y el capitán Juan Montoro son los segundos del joven Galeana. Serán por ello los primeros en desembarcar en la isla. La sigilosa operación de traslado requerirá de cuatro viajes, los soldados deberán hacerlo nadando en “pelotas”, luego de enviar ropa y armas en las pangas. Cruzar el hoy canal de Boca Chica será para ellos pan comido, habituados a nadar en los ríos de Tecpan y San Jerónimo, en plena creciente.
Cuando el asalto a la isla se ha consumado, aún sin advertirlo sus ocupantes, el joven Galeana ordena retirar las dos lanchas que los ha traído “para quitar en los suyos la tentación de devolverse”. Y puesto en la necesidad de triunfar o morir, ordena a las 5 de la mañana romper fuego. Para entonces la lluvia ha amainado sin haber logrado afectar el armamento. “Pablo Galeana trepa con sus hombres sobre los peñascos con tanta dificultad que, en ocasiones, será preciso que unos carguen a otros para encaramarse como gatos” ( Carlos María Bustamante).
Tiritando más de miedo que de frío, los centinelas de la isla abandonan sus puestos mientras que la guarnición se defiende detrás de las peñas. El capitán Galeana alcanza una altura desde la cual domina la playa, pero al saltar cae y rueda por la pendiente. Sintiéndose solo lanza órdenes estentóreas para hacer creer al enemigo que sus fuerzas avanzaban en varias direcciones. Los realistas se lo creen y sólo sostienen el fuego por varios minutos. Luego, sobrecogidos por la sorpresa y el terror optarán por la fuga en canoas y a nado.

La goleta Guadalupe

El joven tecpaneco logra interceptar 11 canoas en plena huida apresando a sus ocupantes. Persigue luego a la goleta Guadalupe hasta lograr abordarla con cinco hombres; capturan al capitán y a cinco grumetes. Será él mismo quien asuma el mando de la embarcación, llevando a los prisioneros a una pequeña rada localizada en Punta Grifo. Los desembarca tomando el sitio por ello el nombre de Ensenada de los Presos, hoy vigente.

El jefe Morelos

Informado del triunfo, el general Morelos llega muy temprano a la caleta para recibir el parte de novedades. Felicita a los héroes de la jornada y lamenta que en la acción hayan muerto dos niñas de la guarnición, una herida de bala y la otra ahogada, Dispone finalmente que los lesionados de ambos bandos sean atendidos en el hospital de Acapulco, no obstante operar en la isla un pequeño nosocomio atendido por frailes Hipólitos. También formarán parte del botín de guerra tres cañones pequeños, siete cajones de parque, más de 50 fusiles y todo el mobiliario e instrumental del hospital (Versión de don José Manuel López Victoria).
Morelos inspecciona la goleta Guadalupe, sin duda la primera unidad naval de las fuerzas insurgentes del sur, para luego disponer que sea llevada a un rincón de la playa Manzanillo. Allí ordena el calafateo de la embarcación, previa inutilización del timón. Confía en que será muy útil para la causa.
El joven Galeana, héroe de la jornada, custodiará por un tiempo La Roqueta, al mando de una fuerza de 20 hombres. Más tarde recibirá el cargo de comandante de la línea de Tlalchapa. Mantuvo hasta el fin de la guerra el dominio militar en Zacatula y a la consumación de la Independencia volverá a trabajar a la hacienda de El Zanjón (hoy San Jerónimo de Juárez), propiedad de su primo José María del Pilar Galeana. Su padre, el coronel José Antonio Galeana y su hermano, Luis Galeana, habían muerto en el Sitio de Cuautla. Fue el único sobreviviente de la gran familia insurgente de Tecpan, hoy de Galeana.

La isla de El Grifo

Apenas asume el cargo de virrey de la Nueva España, en sustitución del muy popular Luis de Velasco hijo, el arzobispo de la Ciudad de México, fray Francisco García Guerra (1611-1612), manifiesta su preocupación por las noticias procedentes de Acapulco. Están relacionadas con una alarmante proliferación de lepra en la región y el prelado tiene muy claro que sus mayores propagadores son los ciudadanos orientales, particularmente prostitutas, hetairas o güinzas. Dispone en consecuencia mayores controles para los viajeros procedentes de Manila, Filipinas, así como la instalación de un leprosario en la Isla de Grifo, como entonces se conocía a La Roqueta.
La operación del isleño lazareto –transportación de enfermos y abastecimiento de alimentos y medicinas– será encomendada exclusivamente a nativos indígenas. Y todo porque la voz popular los consideraba inmunes al contagio de la lepra, no así los negros, los mulatos, los mestizos y los criollos. Los arriesgados menesteres se realizaran a bordo de una vieja barcaza con muelle localizado en la alejada playa de Icacos, según exigencia de la siempre recelosa población porteña.

Isla de los Chinos
y de San José

Cualquier contacto con la Isla de los Chinos, así llamada luego de que la habite una población oriental atacada por el mal bíblico, será evitado ya por temor al contagio o bien por su situación de refugio esporádico de piratas. Algunas flotillas la ocuparon alguna vez para atacar al puerto sin exponer sus naves al fuego de la fortaleza de San Diego. Otros corsarios esperarán en ella, pacientemente, la salida de los galeones de Manila para saquearlas sin resistencia en alta mar. Las leyendas sobre tesoros fantásticos enterrados en la isla de San José, otro nombre de La Roqueta, se trasmitirán durante siglos y la tentación de los gambusinos será más fuerte que cualquier temor o prejuicio.

El doctor Butrón

Cuando esté aún lejana la cura de la lepra y se mantenga el aislamiento como su mejor profilaxis, científicos mexicanos sorprenden al mundo con un estudio sobre la endemia. Los doctores Rafael Lucio e Ignacio Alvarado presentan ante la Academia Nacional de Medicina el Opúsculo sobre el mal de San Lázaro o elefantiasis de los griegos. Elaborado con base en las experiencias de un lazareto en Xochimilco, en la Ciudad de México, el documento describe por primera vez una variedad de la enfermedad conocida como leprae lepromatosa difusa tipo Lucio. Sin duda la más importante aportación mexicana a la leprología universal.
En Acapulco, el doctor Antonio Butrón Díaz, estudioso de los trabajos de su colega Lucio, invertirá recursos propios cercanos a los 4 mil pesos para construir un nuevo lazareto en la isla de La Roqueta. Consistía en una casona de adobe levantada en la cumbre de la montaña, rodeada por amplios y frescos corredores, con servicio de cocina y comedor anexos. Los enfermos usarán catres de lona cubiertos con pabellones y contarán con agua suficiente procedente de una fuente natural. Será el alcalde Antonio Pintos Sierra quien inaugure las instalaciones en 1886.
Los hermanos Liquidano dejaron en Memoria de Acapulco un crudelísimo relato sobre una visita a la isla:
“A los enfermos se les caían en pedazos la carne de las mejillas, la punta de la nariz y las falanges de pies y manos. Les aparecían llagas pestilentes y horribles en todo el cuerpo. Era la peor de todas las enfermedades y por ello la población le tenía pavor a ese lugar”.
Un cuarto de siglo más tarde, Acapulco será plaza disputada por los revolucionarios provocando la huida de buena parte de su población. Entre los que huyen estarán los encargados del lazareto de La Roqueta, dejando a su suerte a los desdichados enfermos. Muchos de estos, desesperados, se atreverán a cruzar a nado hasta Caleta para refugiarse en las cuevas cercanas o adentrarse a la Costa Grande. Será el fin de esta y todos los leprosarios del país por inútiles, costosos y estigmatizantes.
Butrón Díaz, mitad gallego y mitad cubano –“¡y acapulqueño completo, coño!”– se ganará el cariño de la población por su generosidad y filantropía. Será presidente municipal hasta en tres ocasiones y durante su primera administración construirá el hospital del cerro de Las Iguanas, por muchos años Civil Morelos.

El faro

La modernidad impulsada por el porfiriato alcanza todas las áreas de la administración pública. Apenas asume en 1905 el secretario de Guerra y Marina, don Manuel González Cossío, emprende la construcción de faros en los sitios costeros donde son necesarios. Acapulco estará entre ellos.
Aquí se consulta al alcalde Antonio Pintos Sierra y él a su vez lo hace con gente versada en la materia. Se recomienda la isla de La Roqueta como el lugar perfecto para edificar la atalaya luminosa. El contratista de la obra es el ingeniero Damián Flores, desempeñándose al mismo tiempo como gobernador de Guerrero. El mismo la pondrá en servicio en 1910 y lo hará con la representación de Porfirio Díaz.
El alcalde Nicolás Uruñuela pondera en la ceremonia inaugural las excelsitudes de la modernidad. Establece un parangón entre las fogatas de leña encendidas en Hornos para guiar a los galeones de Manila, con las luces de aceite del nuevo faro. Este sucumbirá en 1912, durante el devastador ciclón de octubre de ese año, correspondiendo su reconstrucción al presidente municipal don Manuel Muñúzuri.