EL-SUR

Jueves 28 de Septiembre de 2023

Guerrero, México

Opinión

¿Pactar con los delincuentes?

Jesús Mendoza Zaragoza

Octubre 26, 2015

Pactar con delincuentes ha sido una práctica cotidiana en la historia del narcotráfico en México, ha sido el modus operandi en el pasado y en el presente. Pactos en todos los niveles. Desde los pactos de policías con bandas locales hasta los pactos en los más altos niveles de la política y de los gobiernos con los grandes cárteles. Desde luego, pactos oscuros, ilegales y ocultos. Muchas veces fueron hechos como parte de cálculos políticos, como maneras de administrar la violencia o de sacar ventajas económicas. El resultado ha sido una simbiosis entre política y delincuencia organizada, simbiosis que ya ha sido visibilizada.
En días pasados, el sacerdote colombiano Leonel Narváez Gómez, en el contexto de un taller sobre cultura cívica del perdón, la reconciliación y el resarcimiento del tejido social, con personal del gobierno municipal, hablaba del fracaso de las armas para detener la violencia y de la necesidad de privilegiar la palabra como herramienta fundamental para construir grandes acuerdos en los que se incluya a los grupos ilegales. Esta ha sido la experiencia colombiana después de cinco décadas de guerra en la que, al menos, cuatro actores armados se han entrecruzado: la guerrilla, el narcotráfico, los paramilitares y las fuerzas armadas. Todos estos actores armados cometieron atrocidades que han dado un saldo tenebroso en términos de muertos, desplazados, desaparecidos y otros.
Hasta que Colombia optó por buscar una salida política que ahora se está desarrollando en los diálogos de La Habana, donde la palabra es la herramienta principal para frenar la guerra. En las encuestas, la mayoría de los colombianos están apoyando este proceso de paz, sin negar que existen sectores que se oponen rotundamente. Lo importante es que los actores armados han reconocido el desgaste que genera la guerra. Y se han sentado a platicar.
Para que esto sucediera, los colombianos tuvieron que crear una ley con la finalidad de normar estos procesos de diálogo, de manera que no se desarrollaran de manera arbitraria, sino que fueran transparentes. Esta ley ha dado cobertura legal a espacios de encuentro en los que se escuchan unos a otros y se van construyendo caminos para una paz definitiva y sostenible. Es claro que ésta requiere de ciertas condiciones. Una de ellas es la verdad como fundamento de la justicia. Los acuerdos a los que se llegue en Colombia no van a escamotear la necesaria justicia. Pero aquí hay una innovación. No se trata de la justicia punitiva sin más, sino de la justicia restaurativa o transicional, pues la justicia que solo piensa en castigos no es una opción. Se trata de una justicia que, ciertamente, incluye castigos pero busca restaurar a los delincuentes que confiesan la verdad, responder a los derechos de las víctimas y, también, restaurar a la sociedad completa. Es previsible que este proceso de restauración social dure décadas. Aquí es donde entran los temas del perdón y la reconciliación, que implican la verdad y la justicia.
Esa memoria ingrata que prevalece en la sociedad colombiana –al igual que en la nuestra–, en la que el dolor, la rabia, el miedo y los ánimos de venganza prevalecen, tiene que ser modificada mediante nuevas narrativas construidas mediante la construcción de la memoria histórica a través del diálogo entre todos los actores implicados. La verdad es una construcción colectiva en donde todos se escuchan y ofrecen su parte de verdad. Por otra parte, no hay salida desde el modelo de la justicia punitiva, ya que no es más que una venganza legalizada que no resuelve el fondo, no restaura a los seres humanos, tanto a las víctimas como a los victimarios, ni abre un horizonte cierto para sanar las heridas históricas de la sociedad.
En el caso de México, tenemos situaciones que manifiestan también el fracaso de las armas. Yo no entiendo cómo algunos sectores empresariales le siguen apostando a las soluciones policiacas y militares y cada vez reclaman más personal armado. Y, cuando se presentan situaciones de crisis, las autoridades dicen que están revisando las estrategias policiacas para mejorarlas. Este es un discurso desgastado y simulador. Es claro que las armas tienen una función pública siempre y cuando se subordinen a la ley y a los derechos humanos, para contener o inhibir las dinámicas de violencia. Pero las armas no pueden darnos la paz. En otros términos, la seguridad y la paz no nos la devolverán las armas, sino la razón, las palabras, el diálogo.
Además, hay que pensar en ese gran segmento de mexicanos que vive en el ámbito de la ilegalidad pues se benefician de la economía negra generada por la delincuencia a través del secuestro, el narcotráfico, el lavado de dinero, el contrabando de mercancías y de armas y la trata de personas, principalmente. El problema está en que se han de crear alternativas para que pasen de la ilegalidad a la legalidad, pues no cabrían en las prisiones del país. Y para que esto suceda, hay que hacer cambios en la economía y hay que trazar sendas legales para que cuiden y transparenten estos procesos.
Hay quienes alegan que esta es una utopía ingenua porque no pueden pensar un escenario de paz y de entendimiento. El paradigma de las armas, del autoritarismo y de la fuerza, lo tienen metido hasta el fondo del alma y constituye el centro de su mapa mental que no admite opciones pacíficas. Si reconocemos que en tantos años de guerra contra la delincuencia, ésta no ha sido frenada, sino que está más complicada, necesitamos buscar otros caminos que requieren de la palabra como herramienta social y política de transformación social.
Por lo pronto, vale la pena generar una discusión o diálogo sobre este tema escuchando a todas las voces. La verdad de cada uno de los actores sociales, políticos, económicos y culturales es importante.