EL-SUR

Viernes 26 de Julio de 2024

Guerrero, México

Opinión

Panteón de San Francisco

Anituy Rebolledo Ayerdi

Octubre 31, 2019

Aquí es de los hombres su última jornada y de la vida su
última morada.

Franciscanos

El cementerio de San Francisco, en la avenida Pie de la Cuesta es obra de la orden religiosa de los franciscanos, asentada en el puerto a partir de 1602. Cuatro años más tarde levantarán su propio convento en un promontorio conocido como El Teconchi, mismo sitio donde siglos más tarde se construirá el primer Palacio Municipal de Acapulco. Contaba el convento con claustro y capilla dedicada a N. S. de La Guía, patrona de Manila, Filipinas. Un pozo profundo en su jardín interior abastecía de agua al vecindario e incluso a los galeones de Manila.

La Ley Juárez

La gente de bien durante la Colonia estaba convencida que ser sepultada en los altares de los templos católicos, incluso en sus atrios, aseguraba la vida eterna. Los altos dignatarios, los ricos benefactores de la iglesia y las familias linajudas exigían el reposo de sus muertos en los altares mayores o lo más cercano posible a ellos, seguros de que así estarían a sólo un brinquito del cielo.
El presidente Benito Juárez llegará para terminar con tan jugoso negocio. Lo hace secularizando los cementerios el 31 de julio de 1859. Una ley que arrebata al clero católico toda injerencia sobre los cementerios para entregarla al Estado.

Jugar entre tumbas

El columnista recuerda cuando niño haber jugado entre tumbas. Varias, desplegadas en el atrio frontal de la parroquia de San José de San Jerónimo de Juárez. Monumentos sobrios del siglo XIX pertenecientes al panteón particular de la familia de Juan José Galeana, propietario de la hacienda El Zanjón. Aquí ofició misa el generalísimo Morelos y fue aquí donde recibió la adhesión del mayor contingente costeño, además del cañón El Niño, usado en las fiestas religiosas. El Zanjón se convertirá más tarde en San Jerónimo, cabecera del municipio de Benito Juárez.
Un recuerdo que va aparejado con momentos angustiosos vividos por la familia Rebolledo Ayerdi, cuando su jefe, el doctor Federico Rebolledo Romero, ocupe la alcaldía de San Jerónimo en calidad de sustituto. Toma entonces la decisión de trasladar los despojos de aquellas tumbas al panteón municipal, haciendo públicas sus razones en un texto titulado Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar.
Sólo un Galeana, de muchos en el pueblo, reacciona violentamente calificando la ordenanza como “profanación sacrílega”. Y peor aún, amenaza con ametrallar al alcalde y a quienes con él ejecuten la operación. Hay tensión en el pueblo, aunque no tanta por conocerse el carácter volátil del oponente. No obstante, la gente se abstendrá de salir de sus casas la noche en la que, alumbradas con hachones, se ejecuten las exhumaciones, final y felizmente sin ningún contratiempo.
(Por cierto, la casa de Juan José Galeana, protector de la orfandad de su sobrino Hermenegildo, fue derribada para sorpresa del INAH, que la consideraba monumento histórico. Se localizaba precisamente frente a la parroquia de San José, y desde la cual “el Galeana aquél” lanzaría su ataque. A propósito de don Hermenegildo, considerado por Morelos como su brazo izquierdo –Morelos tenía en Mariano Matamoros a su brazo derecho, por su inteligencia y preparación, y en Hermenegildo a su brazo izquierdo, por su valor y arrojo–, nos enteramos apenas de que su única unión conyugal fue con una dama de apellido Ayerdi, de Atoyac de Álvarez. Lastimosamente, sin descendencia.

San Francisco

La superficie destinada al panteón de San Francisco no fue producto de ninguna invasión o agandalle inmobiliario, luego tan comunes en el puerto. Habría pertenecido a don Gonzalo Mesía de la Cerda y Valdivia, con título de “marqués de Acapulco”, expedido por el rey Felipe V el 31 de mayo de 1711. El noble español abandona la ciudad dejando ese y otros bienes en calidad de mostrencos, luego recuperados por la autoridad municipal. La salida precipitada del aludido “marqués” se adjudicó a una sífilis galopante, premio bien ganado por su afición desmedida por las chinitas, las de Oriente y las criollitas.
De hecho, operarán dos panteones tan sólo divididos por una breve barda de adobe. San Francisco, destinado “a la gente decente” y San Esteban, exclusivamente para los pobres y entre ellos las etnias, lo que explica que en esa área nunca se construyeron monumentos, sólo cruces, permaneciendo hoy despejada. Una vez bajo la administración municipal, el panteón de San Francisco será bardado y sujeto a los dictados de la novedosa ley juarista. Riguroso, por ejemplo, el registro de la población ahí inhumada.
La primera cruz en la nueva etapa del piadoso sudario corresponderá a la niña Paulo (sic) Roberta Quiroz Abarca, de siete meses, inhumada el 1 de febrero de 1860. Nueve meses más tarde los acongojados padres de la menor, don Jacinto Quirós y doña Susana Abarca vuelven al camposanto ahora trayendo el cuerpecito inerte de una segunda hija, Natalie Crispina, de “3 años, 10 meses, y 19 días”. La pareja no escatimará recursos para dar un bello sepulcro a sus dos angelitos arrancados por la peste. Las lápidas serán confeccionadas en mármol de Carrara por la famosa casa italiana de Carlos Bonfigli, resistiendo ambas hasta hoy la acción del tiempo y de los depredadores.
Por lo que hace a la primera inhumación adulta en el osario porteño se dará el 9 de abril, también de 1860: la de doña Gertrudis Lerma, originaria de Rosario, Sinaloa, víctima aquí de la malaria. Le seguirá la señorita Cleotilde Armijo, originaria de Petatlán, muerta el mismo día de su boda. Caminaba ella lentamente rumbo al altar mayor de la parroquia de La Soledad. “¡Que chula niña y que vestido tan elegante”!, cuchicheaban las beatas. El novio esperaba nervioso junto al sacerdote; era capitán del Ejército federal, vestido de gran gala. Sucederá fatalmente que, a la mitad de su recorrido hacia el altar mayor, Cleo “cae súpita, como tocada por un rayo”, según testimonio de la feligresía. “Fue la cólera”, diagnosticó enseguida la acongojada concurrencia. El novio, revelado poeta, le dedicará este epitafio:

Cleo llegaba al altar,
feliz esposa,
allí la hirió la muerte,
aquí reposa.

Siglo XIX

También habitarán el camposanto durante el siglo XIX Emilio M. Link, californiano fundador en 1858 de la Botica Acapulco, con operación secular en el puerto; don Domingo Balboa Berreatúa, autor en 1850 del pozo de agua en torno al cual se funda el popular barrio de La Poza. Cecilia Funes Mazzini (1887), Josefita Navarrete (1898), Cecilia Villalobos (1895), Macario Galeana (1846), Felipe Reséndiz (1846), Flora Ríos (1898), Ignacia Villamar Posada (1897) y Jesús Véjar (1897). Este último, constructor y concesionario del primer quiosco en la plaza Álvarez.
Doña Benita Nambo Guzmán (1892), casada con el desterrado príncipe heredero del reino de Portugal, Juan de Borbón, eludiendo aquí la persecución de sus parientes golpistas. Para asegurar su incógnito, Don Juan utilizará únicamente la H de su apellido Henríquez, acompañándola con la palabra Luz, tomada de su logia masónica, Los Caballeros de la Luz. Inaugura con tal ardid la amplia descendencia porteña que lleva hoy el apellido H Luz. A él se le acredita la apertura con sus propios medios de la calle Barrio Nuevo (IMSS).
John Sutter, primer cónsul estadunidense en Acapulco. Sus cenizas fueron exhumadas en 1962 para ser llevadas con honores a la ciudad de Sacramento, California, reclamado como su fundador. El alcalde Ricardo Morlett Sutter, su descendiente, encabezó el viaje a bordo de una fragata de la Marina estadunidense. Aquí quedaron los hijos Carlos Alfredo y Arturo.

Teatro Flores

El incendio del teatro Flores la noche de su inauguración (14 de febrero de 1909) es sin duda la tragedia más dolorosa en la historia de Acapulco. Construido de madera en la calle Independencia, atrás de la parroquia de la Soledad, la sala exhibía aquella noche una serie de cortos cinematográficos. La novedad atrajo gente de ambas costas, logrando un aforo con el público local de más de mil personas. La canasta que recibía la película se incendia por combustión espontánea y convierte al teatro en una hornaza. Cuando la caseta de proyección cae sobre la única entrada-salida, se cancela la posibilidad de salvación para nadie, aunado al desplome del techo de tejamil. El Ayuntamiento no exigió las medidas de seguridad pertinentes porque la sala era de Matías Flores, hermano del gobernador del estado, el coronel Damián Flores. Este y el alcalde habían inaugurado la sala, pero no se quedaron a la función porque hacía mucho calor.
El sepelio de las víctimas fue para los porteños una jornada colectiva de pena, angustia y mucho dolor. Ante la desgracia estuvieron presentes, siempre solidarios, los entonces disminuidos cuatro mil habitantes de Acapulco. Marcharán una y otra vez formando dramáticos cortejos, silenciosos la mayoría, musicales otros, hacia el panteón de San Francisco. Cada peregrinación fue precedida por una carreta jalada por bueyes y cuatro carretones por mulas, recolectores cotidianos de basura, conduciendo los despojos humanos, todavía humeantes, hacia su última morada.
La Güera Leandra, una mujer muy popular en la ciudad, por simpática e irreverente, se convertirá aquel día en símbolo solidario y abnegado de los acapulqueños. Transida de dolor, la mujer caminó una y otra vez detrás de las carretas como si acompañara a sus propios hijos. Antes, durante el fuego, había logrado con riesgo de su vida poner a salvo a media docena de personas. Aquellos cuerpos empequeñecidos por el fuego serán arrojados sin ningún protocolo a un zanjón abierto debajo de un trueno. Un cura musitará una y otra vez aquello de “polvo eres y en polvo te convertirás”. Muchas casas de la ciudad no volverán a abrir sus puertas jamás. El recuerdo de la hecatombe perdurará durante años. Las autoridades municipales dedicarán un monumento como “Homenaje a las víctimas del 14 de febrero de 1909 en el Teatro Flores de Acapulco”.

Los Uruñuela

El monumento más grande y lujoso del San Francisco fue la capilla de la familia Uruñuela (aún enhiesta), ricos comerciantes de origen hispano. En ella descansarán a partir de 1903 don Constantino Uruñuela, doña Luz Elliot de Uruñuela, doña Agustina Elliot y don Nicolás B. Uruñuela. Este último será presidente municipal de Acapulco en 1910 y más tarde diputado local.

Juan R. Escudero

El 21 de diciembre de 1927 es otra fecha aciaga para Acapulco. El asesinato del presidente municipal Juan R. Escudero junto con sus hermanos Francisco y Felipe, conturba al puerto y al país entero. Su sepelio en el panteón de San Francisco será una muestra impresionante de dolor popular. Nuestro máximo héroe civil será trasladado en los años 80 a la Rotonda de las Personas Ilustres en Tlacopanocha. Sus hermanos siguen ahí.

Más acapulqueños

El doctor Roberto S. Posada falleció el 11 de octubre de 1897 y un Acapulco dolido lo lloró reconociendo su entrega al servicio de los más necesitados. Su nombre lo lleva la calle donde estuvo ubicado su consultorio. Pablo G. Bermúdez (1901), Aarón Simón Funes (1901), Bolo Von Glumer, padre de la notable educadora acapulqueña Bertha (1902); Carlos Adame, padre del homónimo primer cronista de Acapulco (1909); Guadalupe Sutter (1916); Antonio Pintos Sierra, alcalde de Acapulco hasta en cinco ocasiones (1919); Rodolfo Neri, ex gobernador de Guerrero (1921); coronel Valeriano Vidales, autor con su hermano Amadeo del Plan de El Veladero (1922); Carmen Álvarez (1932); Ramona viuda de Pegueros (1935); Benicha Tellechea (1937); Aristeo Lobato (1942); Amador Estrada (1942); Andrés García ( 1942); José Sabah (1943).

Felipe Valle

El maestro Felipe Valle, notable educador colimense, ex gobernador de Colima y alcalde de Acapulco (1928); Reginaldo Sutter (1941); Isauro Polanco, destacado violinista y director de orquesta (1945); doña Vicenta Paco de Diego, tronco de una gran familia acapulqueña (1943); Ludwig, Hermilio y Lourdes Walton, bisabuelo, abuelo y hermana de Luis Walton Aburto; Emilio Casis (1924); Ramiro de la O Téllez (1946).

María de la O

Fue la de doña María de la O la última inhumación en el panteón de San Francisco, no obstante tener el osario casi una década fuera de servicio. Se cumplirá el deseo de la dama de descansar junto a su esposo Antonio Rodríguez Castañón. Veinte años más tarde la separarán de él para llevarla a la Rotonda de las Personas Ilustres, de Tlacopanocha.

Las Cruces

Cuando el alcalde José Ventura Neri pone en servicio en1947 el cementerio de Las Cruces, sufre el rechazo popular por su ubicación. “Está en el quinto infierno”, acusaba la gente. El de San Francisco alargará entonces su existencia hasta la sobresaturación. El primer habitante de Las Cruces será también un menor, el niño Antonio Canales Ramos, de seis meses, hijito del doctor Arturo Canales y señora.