EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Perdón y olvido

Florencio Salazar

Agosto 14, 2018

En una caravana de vehículos 4×4 subimos una pronunciada pendiente hasta llegar a la Comuna 14 de la ciudad de Medellín, Colombia. Como embajador de México fui invitado por la Misión de Paz de la OEA a un acto en el que un grupo de sicarios pediría perdón a familiares víctimas de la violencia.
La Comuna 14 era la más peligrosa y a ella no acudía ningún tipo de fuerza pública. Este núcleo (aquí sería una colonia popular), está ubicado en la parte más alta de Medellín. En las épocas de mayor violencia, salir de ella hacia la parte baja podía ser mortal. Los grupos delictivos tenían controladas las zonas divididas y pasar de una a otra implicaba necesariamente enfrentamientos armados.
Este acto fue una catarsis para las familias, a las que habían asesinado a padres, hermanos, esposos, hijos… Los homicidas se habían entregado a las autoridades acogiéndose a la Ley de Perdón y Olvido de 2003, que obligaba a pedir perdón públicamente y luego someterse a un periodo de rehabilitación, de capacitación laboral y a la posibilidad de un empleo. En este periodo, el gobierno asignaba a cada desmovilizado un apoyo económico.
La escena era por demás dramática. Los criminales hablaban con voz monorrítmica, con la mirada baja, confesando sus atrocidades. Recuerdo especialmente a un hombre de 30 o 35 años, dirigirse a unas mujeres con estas palabras: “Ya no busquen a su hermano, después de matarlo lo despedacé y lo eché al río. Nunca lo van a encontrar”.
Escuchar las cuatro o cinco confesiones y luego a las víctimas, que otorgaron el perdón a los homicidas, no fue menos impactante. Los invitados de la MAA-OEA, regresamos sobre nuestros pasos y, en algunos momentos, sentíamos que los vehículos eran asaltados, pues aunque la zona estaba pacificada el temor se respiraba.
Aquella ha sido una de las experiencias que me ha quedado viva. Haber oído con detalle cómo seres humanos fueron secuestrados y la crueldad con que fueron sacrificados; advertir el arrepentimiento de los victimarios y haber obtenido el perdón, aún me parece algo menos que imposible. Pero ocurrió.
Colombia ha tenido una historia sangrienta. Al entonces presidente Álvaro Uribe le escuché decir que de los 200 años de independencia que tenía su país, sólo 50 años habían sido de paz, y no de manera continua. La violencia en la patria de García Márquez ha afectado a todas las clases sociales: a unos por reclutamiento forzado, a otros para apoderarse de tierras y a otros más por extorsión y secuestro. La violencia les pegó a todos: desde modestos campesinos hasta políticos y empresarios pudientes, sin importar edades ni género.
Esta política implementada por la Ley de Perdón y Olvido, tiene por supuesto una alta dosis de impunidad, pero se entiende en una sociedad que históricamente ha querido la paz.
México no tiene los antecedentes de violencia de Colombia. Las víctimas comprensiblemente exigen justicia y será difícil para la próxima administración federal convencerlas de perdonar y olvidar. Las familias de los desaparecidos rechazan la impunidad.
Resolver un conflicto tan complejo, como el de evitar la violencia a través del perdón, no es un asunto de recetas. México y Colombia son dos cuerpos con enfermedades parecidas, pero no idénticas. A Colombia debemos aprenderle sus buenas prácticas, pero ajustándolas a nuestra realidad.
Queremos ser optimistas. Y, por supuesto, esperar que los campesinos sembradores de amapola puedan ser beneficiados por una ley de amnistía; sin pasar por alto que el negocio de la droga es global, lo cual explica la lucha feroz por los territorios y las rutas.
El presidente electo López Obrador debe diseñar una estrategia apropiada, que resulte eficaz para lograr el perdón de las víctimas y evitar que las expectativas provoquen el desgaste a un gobierno que todavía no está en funciones.