EL-SUR

Jueves 02 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Perseguir al macho

Andrés Juárez

Diciembre 22, 2017

La palabra del año 2017, según las veces que fue buscada en Merriam Webster, es feminismo. Qué alegría saber que al fin la voz de las mujeres se eleva hasta sacudir el sistema. Qué bien por las feministas, aunque yo no soy feminista. Nunca he conseguido declararme públicamente como hombre feminista. Ni siquiera lo he conseguido en mi fuero interno. En mi fuero externo expongo tanto como es posible las desiguales condiciones en las que mujeres y hombres deben hacer la vida, porque me gusta leer –y me gusta el chisme–, así que procuro conversar con mujeres tanto como me es posible, que es muy frecuentemente ya que siempre he sentido mayor comodidad en el trato con mujeres. Así, he leído casi a diario las alarmantes cifras de la violencia contra las mujeres y niñas; entiendo la dinámica de poder en la que se basa el abuso y el acoso sexual; me indigna la pobreza diferenciada por género (y por etnia y edad); me solidarizo con las mujeres que se levantan contra cualquier forma de opresión.
Todo el entendimiento que uno puede obtener con la información –cualquier tipo de información y cualquier vía de acceso a ella– sobre la situación de las mujeres hoy o desde la antigüedad, no puede hacer feminista a un macho. Primero, antes que cualquier aprendizaje sobre ellas, es necesario matar al macho interior, y ahí radica la imposibilidad de que un hombre forjado en los ríos torrentosos del machismo mexicano pueda algún día cercano declararse feminista, como es mi caso.
Unos por homosexuales, otros por heterosexuales, al principio todos mamamos de la misma teta machista. Unos porque quieren destrozar una vagina, otros porque adoran arrodillados un falo, al final todos cantan las mismas jaculatorias al santo macho. Aunque parece perogrullada, la diversidad sexual no te hace feminista, a veces al contrario, te vuelve muy machista. Crecer defendiéndote de la violencia machista te la incrusta hasta el tuétano.
Extirpar al macho que se lleva dentro no es tarea sencilla, demanda una cantidad de energía considerable. Ayuda mucho el narcisismo –contra lo que se puede pensar, el narcisista no sólo se contempla a sí mismo con amor, muchas veces implica el reconocimiento de los lados más oscuros, los defectos más tenebrosos y escondidos al ojo ajeno– pues, en mi caso, sin la ayuda de nadie he logrado ver a mi macho interior que será –espero muy pronto– víctima de mis manos asesinas.
El macho privado habita una cueva como el corazón de una cebolla. Para llegar a él es necesario levantar capa por capa para no terminar llorando. Apenas se levanta una capa, aparece otra más dura. Desaprender es levantar la primera de las capas. Desaprender que los hombres no lloran, desaprender que las hermanas y la madre no están para servirte el plato a la mesa, desaprender que las labores domésticas también son responsabilidad de los hombres. Aprender a participar de las labores en igualdad de condiciones implica mucha energía y, no obstante, es apenas el principio de la descarapelada para llegar al macho interno.
La demostración de fuerza y dominio sobre mujeres o sobre hombres es otra capa fácilmente identificable y superficial en el camino rumbo a nuestro macho encarnado. Quitar de nuestra matriz de necesidades esa de compararse y medirse con otros mediante la fuerza. No sé, porque en mi caso nunca tuve la necesidad de humillar a una mujer o a un hombre. Sólo sé que es liberador aceptar que el tamaño de uno es el adecuado y que no está correlacionado con ninguna otra medida de hombre o mujer.
Entender que las personas alrededor –mujeres y hombres– no son parte del territorio de usufructo personal, donde uno es el señor, es una de las capas más gruesas y adherida con más fuerza. El tiempo de las personas, los deseos de las personas, los cuerpos de las personas no le pertenecen a ese macho que ha vivido creyendo que todo a su alrededor fue puesto ahí para su posesión, donde basta estirar la mano para agarrar. Descubrirse oliendo a las personas que pasan en sentido contrario, metiendo la mano a la amiga/al amigo que se acerca entre juego y juego, son comportamientos cuyo sedimento subyacente es el macho empoderado que se extiende en su terruño y marca sus límites.
Y todo se mama. Todo se aprende desde el inicio, en la plaza originaria. Así como nos dijeron que los hombres no lloran ni lavan los platos ni son completamente hombres si no “le roban” un beso a la compañera de juegos, así nos dijeron que el hombre tiene la responsabilidad de explicarle a las hermanas de qué va la vida. La orden siempre es “juega con tu hermana, cuídala de otros niños y explícale, contéstale sus dudas que la mamá o el papá no tienen tiempo de contestar”. Y ahí se encuentra uno, 35 años después, explicándole a las compañeras cómo hacer su chamba; explicándole a las amigas cómo resolver sus problemas existenciales –en vez de ser empático y escuchar, tratar de entender el dolor ajeno sin tirar netas–; explicándole a la pareja, a los amigos, explicándole al director técnico de un equipo deportivo la mejor jugada posible, explicándole a los dirigentes y a los representados de qué va la democracia. El macho que se cree único e insuperable en una tierra de bobos.
Hay muchas más capas aún por pellizcar y levantar en el camino al corazón de la cebolla. Seguramente serán vergonzosas por apestosas, dolientes por lacrimosas. Pero hasta que termine de levantar todas ellas y llegar a ese centro donde se atrinchera el macho personal, tomarlo del cuello y exiliarlo para siempre de mi interior, lograré sentirme libre de todo machismo. Y en tanto no sea macho-free, no puedo ni por moda ni por corrección política autonombrarme feminista u hombre solidario con el feminismo, por mucho que lo comprenda, lo apoye, lo divulgue y lo lea.