Lorenzo Meyer
Octubre 06, 2016
Enfocar a la corrupción del Estado desde el “que tire la primera piedra, quien esté libre de culpa” es ridículo. Ni los responsables de la política mexicana son Jesús, ni los ciudadanos tenemos que estar libres de toda culpa para reclamar a quienes abusan de su posición.
El 2 de octubre no se olvidó.
España va a cumplir 300 días sin gobierno y para un ciudadano de a pie esa es una estupenda noticia, pues “si no hay gobierno, no hay ladrones” (The New York Times, 3 de octubre). Lástima que la receta española –muy a tono con su tradición anarquista–, no sea viable a largo plazo y haya que buscar otra solución. Si bien es inevitable tener gobierno, no es inevitable que sea tan corrupto como el de México en los últimos tiempos.
Tomemos sólo las primeras planas de la semana pasada y únicamente de un par de periódicos con diferente orientación, Reforma y La Jornada, y veamos qué revelan sobre la corrupción del sector público en nuestro país. En esos días se dio a conocer que el gobierno de Coahuila pagó decenas de millones de pesos a empresas inexistentes; que el PRI inició el proceso de expulsión del gobernador de Veracruz, Javier Duarte, por corrupción; que funcionarios de la SCT fueron sobornados para favorecer a empresas en el reparto de televisiones digitales; que cuando Roberto Borge fue gobernador de Quintana Roo, gastó 51.2 millones de dólares de dinero público en vuelos privados; que en nuestro país la corrupción equivale a 4 puntos del PIB (740 mil millones de pesos anuales) y, finalmente, que la PGR solicitó una orden de captura de Guillermo Padrés, ex gobernador de Sonora, al que acusa de defraudación fiscal y lavado de dinero por 8.8 millones de dólares. Se puede tomar al azar cualquier otra semana de los últimos años y si bien algunos de los nombres y de las situaciones concretas cambiarían, el fondo sería el mismo. Y es que, si bien la corrupción pública es endémica, en los últimos decenios pareciera haberse disparado.
Consciente del hartazgo ciudadano por la escandalosa degradación de lo público, el presidente Enrique Peña Nieto (EPN) declaró que, en materia de corrupción, “no hay alguien que pueda atreverse a arrojar la primera piedra” (Reforma, 29 de septiembre). En sentido estricto y en un país como el nuestro, esta referencia a lo dicho por Jesús y recogido en el Nuevo Testamento –“aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”–, pareciera justa. Sin embargo, la afirmación presidencial en virtud de la cual EPN se pone en las sandalias de Jesús, es sólo un intento burdo por evadir su responsabilidad y el fondo del asunto.
En materia de corrupción, el problema no se resuelve como en el pasaje evangélico, donde los hombres que acusaban y pretendían lapidar a la mujer adúltera, simplemente desistieron de su intento porque, en conciencia, todos sabían que cargaban culpas, y que no eran menos pecadores que la mujer acusada. Sin embargo, ni EPN es Jesús ni el círculo de los ofendidos por la degradación en la calidad del gobierno se va a disolver con el argumento simplón y demagógico de que “la corrupción somos todos”.
Los actos de corrupción de aquellos que están en posiciones de mando y responsabilidad no son equivalentes a los que cometen quienes están sometidos a ese poder. La asimetría invalida el intento de equipararlos. Desde luego que está en falta quien paga a un “gestor” o directamente a un funcionario para que acelere un trámite o dé por buena una solicitud o quien intercambia su voto por una dádiva o un favor. En cualquier caso, y pese a los efectos colectivos negativos de tales conductas, tan comunes entre nosotros, las razones que las motivan difícilmente son equiparables a las de quienes usan su posición de autoridad para convertir al gobierno en una estructura patrimonial y apropiarse directamente de recursos públicos sustantivos o indirectamente mediante, por ejemplo, otorgar contratos de obra pública, concesiones o exenciones de impuestos a las élites económicas a cambio de una parte de sus ganancias.
Y no se trata únicamente de diferencias en las razones, la escala y los efectos en los actos de corrupción en que incurren gobernados y gobernantes, sino de diferencias en el grado de responsabilidad. La ética del gobernante que luchó por acceder al poder, debería ser la ética de la responsabilidad. Cuando alguien que ingresó y escaló dentro de la estructura estatal viola su código de responsabilidad, entonces su falta es cualitativamente diferente de la del gobernado, cuya posición de dependencia no fue buscada sino impuesta. Es esta asimetría de poder la que le da al gobernado, pese a sus fallas, la legitimidad de arrojar sobre la estructura de autoridad no sólo la primera piedra sino todas las que pueda.
La corrupción de lo público se da en todos los sistemas de gobierno y en todas las épocas, pero no con la misma intensidad y efectos. Es en los Estados débiles donde las prácticas patrimonialistas encuentran su mejor terreno y causan los mayores estragos. Estados sin auténticos servicios civiles de carrera, con partidos sostenidos en y por prácticas clientelares. Estados capturados por grupos de interés empresariales o sindicales y donde la cultura cívica es producto de una historia antidemocrática.
Todas las características anteriores las tiene el Estado mexicano. Para superarlas –pues debemos y podemos superarlas–, el enfoque de “la primera piedra” es ridículo: la parte más sana, activa y consciente de la sociedad mexicana tiene el derecho y la obligación de arrojar sobre sus autoridades corruptas todas las piedras que encuentre a su paso.
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