EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Pistas sobre uno mismo

Federico Vite

Marzo 07, 2017

(Primera de dos partes)

Revisitar algunos de los libros de Patrick Modiano básicamente implica una inmersión en la memoria, en el trabajo que, a manera de detective, sirve para recuperar momentos esenciales en la biografía de los personajes. Modiano se interesa por las pasiones que París desborda, pero en especial, por la imposibilidad de volver a sentir eso que en su momento detonó La ciudad luz.
En El horizonte (Traducción de María Teresa Gallego Urrutia, España, Anagrama, 2010, 159 páginas), Modiano trabaja sobre una trama sencilla: Jean Bosmans, ahora escritor, trata de recordar con absoluta precisión su primer encuentro con Margaret Le Coz. Ese hecho ocurrió hace 30 años. “Bosmans llevaba tiempo pensando en algunos episodios de la juventud, episodios sin ilación, que se interrumpían en seco, rostros sin nombre, encuentros fugitivos”, afirma el narrador y pone en marcha el relato. “Tras los acontecimientos concretos y los rostros familiares, era muy consciente de todo cuanto se había convertido en materia oscura: breves encuentros, citas fallidas, cartas perdidas, nombres y números de teléfono que aparecen en una agenda antigua y hemos olvidado, e incluso personas con quienes nos cruzamos sin darnos cuenta siquiera”, insiste el narrador, una voz fría que pone énfasis en los actos, una tercera voz omnisciente, recatada, sin abuso ni exceso en la información que ofrece al lector.
La primera parte reconstruye a Bosmans; la segunda a Margaret Le Coz, habla de su origen, sus temores y el motivo siempre inquietante por el que despareció de París. Ellos, los fragmentos más importantes del relato, eran pareja y se relacionaron brevemente con Yvonne Gaucher y André Poutrel, otra pareja rara que aumenta la dificultad de recordar con precisión ciertos pasajes de París, de un barrio en especial, una temperatura, un sentimiento. Por extraño que parezca, Bosmans no logra verse junto a esa gente, en ciertas escenas que ellos le cuentan, como si la persecución sobre uno mismo tuviera problemas para definir el objetivo.
Tanto en Jean como Margaret, finalmente las dos partes de la novela, hay algo elidido, cambios de nombres, huidas constantes, una asechanza que gracias a la reconstrucción de los hechos se configura como la posibilidad de recomenzar la vida de la mejor manera posible. Bosmans, por ejemplo, teme que las palabras dichas, los encuentros, cada momento del pasado, simple y sencillamente desaparezcan. “Se hayan desvanecido en la nada como si nunca las hubiera pronunciado nadie”, insiste el narrador y deja que la reflexión de Bosmans formule una inquietante pregunta: “¿Y si esas palabras se quedasen colgadas en el aire hasta el final de los tiempos y bastase con algo de silencio y con fijarse un poco para captar sus ecos?”. Se trata finalmente de una imposibilidad para aceptar que todo ha quedado en el pasado. Justamente de eso se trata la novela, del vértigo por volver al río en el que transcurren nuestros pensamientos, de volver a sentir por obra y gracia de la memoria.
En cada pesquisa, digamos, aparece el oleaje sentimental de la ciudad. La lluvia, la neblina, el frío, el sonido de los árboles, los trenes que unen y separan el destino de los personajes. Margaret es alguien que sufre acoso, más que sexual, se trata de una constante vigilancia de un tipo que antaño la cortejó y en ese tiempo, cuando ella huía de su país, cuando intentaba escapar de una serie de equívocos, reconoció, por la frase de una amiga, que Margaret Le Coz era un persona sin defensas inmunitarias, alguien incapaz de defenderse, porque así son sus genes, alguien que sólo sabe huir.
Bosmans trata de saber qué pasó con Margaret, persigue un fantasma que ha dejado pistas para que el otro sepa que aún vive. Se buscan para definir una encrucijada de la vida. En palabras del autor es lo siguiente: “Le parecía que estaba llegando a una linde desde la que iba a poder lanzarse hacia el futuro. Por primera vez tenía en la cabeza la palabra porvenir; y otra palabra: horizonte”.
Modiano crea un relato elegante, posee una delicadeza asombrosa en la que cada una de las piezas, Bosmans y Margaret, sirven para dibujar un espacio y un tiempo determinados que definen el pasado, y casi al mismo tiempo, configuran el presente. Encuentran, más que una respuesta, el sentido de la vida, es decir, resuelven el pasado para soltarse y consumirse por cuenta propia, como debió ser desde el principio, a distancia, sin unirse. “De algunos encuentros que datan de la primera juventud conservamos un recuerdo bastante vivo. A esa edad, todo nos asombra y nos parece nuevo. Pero a aquellos con quienes nos hemos cruzado y habían vivido ya su vida, en parte, no podemos pedirles una memoria tan minuciosa como la nuestra. No, no debemos hacerlo”, refiere el autor para contextualizar la obsesión de reconfigurar todo lo vivido y resolverlo.
Lo atomizado, básicamente la división de un todo en pequeñas partes, es la característica que le brinda Modiano al hombre del siglo XX, alguien que busca esos diminutos fragmentos de sí mismo mediante los rasgos que la escritura y el cine permiten recobrar, recordemos que Modiano también se interesa por el séptimo arte de manera creativa, como director.
No hay cambio de estilo en este volumen, ¿debería? El autor sigue en indagaciones autorreferenciales, recurre a oraciones cortas, diálogos breves, descripciones parcas; básicamente se trata de una inmersión en el mundo inseguro de la memoria, en seguir los trazos de un recuerdo, una imagen, un reflejo de lo que fue cierta ciudad, persona e incluso lo que fue cierta emoción. En suma, se trata del mismo esquema de Modiano, pero a diferencia de El lugar de la estrella, La ronda nocturna y Los paseos de circunvalación encontramos al autor en un estado puro, no inicia una lucha por recobrar ese París que en las novelas referidas sirve para radiografiar lo destruido, pues en El horizonte se perfila la memoria como una necesidad vital que busca resolución de la forma más antigua, humana y poderosa: cerrando los ciclos.
Se trata de lo atesorado que usamos como paisaje en el alma. Por ejemplo, El lugar de la estrella, contado desde el punto de vista de un judío, es una novela poco autocomplaciente, incómoda. Ahí, más que recuerdos, descubrimos los grados de culpa, infamias, errores, bravuconerías. Este libro se publicó cuando el autor tenía 23 años, pero de eso y dos novelas más será la siguiente entrega. Que tengan un memorable martes.